El Rey está triste. Últimamente le bailan las frases, las palabras se le encogen frente a los ojos. Los malvados encargados de escribirle los discursos que antes declamaba con majestuosidad ahora le incluyen en los papeles términos enrevesados como «ejemplaridad» o «cumplimiento del deber». Y claro, a ver quién es capaz de pronunciar eso enfundado en una casaca cargada de medallas y condecoraciones sin trastabillarse. Aunque lo que más le duele (en sentido literal) es la puñetera cadera. Por más que esos aseados médicos que le operan una y otra vez garantizan que está como un toro no acaba de sentirse cómodo sin las muletas. Es cambiar el astro y notar unos espantosos pinchazos. Como será la molestia, que ha renunciado a ir de excursión a aquellos exóticos países donde los mocetillos le engrasan los rifles para matar elefantes desde una mullida butaca fabricada a medida de sus regias posaderas. Y luego están los hijos, que como les pasa a tantos chavales de su generación no dejan de darle disgustos y buscar su sitio en el mundo. Ya les decía él que debían juntarse con otros de rancio abolengo. Y ellos que adónde vas papá. Que eres un carca y el amor está en el aire. De nada sirvió avisarles de que la Corona no es un juego y romper el protocolo con naturalidad o dar la mano a las señoras que aclaman tras una valla requiere un estricto aprendizaje. La tristeza del Rey roza el vacío absoluto. Nada le llena ya en su Palacio de orgullo ni de satisfacción.
Foto: Sergio Barrenechea