Sí, seguro que usted también. Todos poseemos un minúsculo compartimento oculto dentro de nosotros mismo. Una zona en penumbra en el ángulo más apartado del cerebro. Un espacio tan íntimo como inocuo del que siempre cuelga un velo para evitar mostrarlo a nadie más por pudor o simple vergüenza.
La recámara de Josef Fritzl medía poco más de 35 metros cuadrados. A diferencia de la de otros, la suya estaba repleta de crueldad y no se conformó con preservarla en su mente sino que la trasladó hasta el sótano de su casa en Amstetten. Allí, en lo que había tomado forma de zulo sin apenas luz ni oxígeno, guardó durante 24 años todo aquello que nunca se hubiera atrevido a compartir porque haría vomitar al resto de sus congéneres.
Fritzl reconstruyó en aquel habitáculo las perversiones que había criado en el doble fondo de su cabeza durante años. Vejaciones, cautiverio, incesto, tortura, muerte. Un cóctel putrefacto para el que, a falta de encontrar una víctima propicia que se prestara a reproducirlo, escogió a su propia hija como forzada actriz protagonista de una película que rozaba tanto la ficción que durante un cuarto de siglo fue puro realismo.
Desde que lo descubrieron, los medios de comunicación van descorriendo poco a poco la cortina para ver lo que pasó en aquel recóndito archivo personal de Fritzl. Ahora es él quien se justifica y dice que las cosas no son como parecen. Que podría haber jugado de otra forma con las piezas que fue colocando en el lúgubre receptáculo que tenía para sí. «Podría haberlos matado a todos; nada hubiese pasado y nadie me habría descubierto», declaró a su abogado. «No soy un monstruo», repite desde una cárcel seguramente más confortable que la que fabricó para su hija.
Si no es monstruoso alguien capaz de acumular tanta mierda en su rincón secreto, sólo queda una posibilidad para salvar el honor de la humanidad y desmarcarse: que todos los demás seamos monstruos.