Parece que fue hace diez minutos cuando empezaba a fraguarse la Reforma Local y cada vez que el secretario de Estado de Administraciones Públicas abría la boca subía el pan en los pueblos. Un día se levantaba de la cama y decretaba el fin de las mancomunidades igual que al siguiente, si había dormido mal, sugería fusionar municipios o decapitar (figuradamente) a ediles liberados lo mismo en una ostentosa capital que en un villorrio perdido. Como todas las reformas con aspiraciones de rotundidad frente a la crisis, la norma se vendía en sus preliminares con sabor a austeridad. Sobre una tabla excel sin cara ni piel preveía ahorrar lo mismo 100 que 100.000, fijando criterios norcoreanos para regular cuándo y cuánto podía percibir un alcalde como el número de habitantes en vez de, por ejemplo, las necesidades, la implicación o el presupuesto municipal. Igual que si el sueldo de un periodista dependiera a la cantidad de palabras que junta o un mecánico cobrara por tuerca atornillada, obviaba otras singularidades provocando así un efecto anexo: poner en el mismo disparadero a quien merece una retribución porque se desvive por su gente y al jeta que busca aprovecharse del cargo. El texto final, como en otras reformas de postín, ha visto al fin la luz más templado y racional aunque en su trámite ya ha azuzado la demagogia contra los alcaldes más modestos. Esos que cada cuatro años son elegidos por el voto de sus paisanos, no por el cálculo de un tecnócrata.