Un crimen como el acontecido esta semana en pleno centro de Logroño equivale en una ciudad de provincias a un tsunami sobre las playas del océano Índico. En un lugar donde nunca pasa nada y la seguridad es un valor sin valor porque se da por hecha, descubrir que el propio domicilio puede dejar ser el espacio franco que sus inquilinos creen provoca arritmias en la cotidianidad. El efecto colateral de ese terremoto de grado diez en la escala de confianza llega a través del testimonio del entorno de la víctima. Los retazos que aportan desde la tendera de la esquina hasta el vecino que saludaba a la fallecida en el rellano dibujan mejor que cualquier parte oficial el perfil de quien ayer era anónimo y hoy copa todas las portadas. Sus hábitos, su apariencia, sus querencias, su pasado. En ese amasijo de datos deshilachados e hipótesis por confirmar sobresale, sin embargo, la sensación de incertidumbre. Un choque frontal contra un muro que constata que dramas así no sólo ocurren en lugares hostiles perpetrados por personajes marginados, sino que pueden surgir en nuestro perímetro de certezas por ocupantes de ese mismo hábitat. Ya me lo olía yo, se escucha ahora. Sobre la tentación de embarrarse en el morbo se antepone la inquietud. Y la exigencia de prevenir que algo similar vuelva a poder repetirse. Que el barrio, el portal, la casa de cada cual siga siendo un búnker de invulnerabilidad personal y Logroño, un sitio donde (casi) nunca pasa nada.
Fotografía: Enrique del Río