El niño no quiere la pelota. Ni siquiera ha insistido en bajar a las barracas. Pero el padre está empeñado. Fue San Bernabé. Es fiesta.
La feria está abarrotada. Pasan por uno de esos puestos colmados de premios y regalos. Pistolas espaciales con luces fluorescentes. Máscaras del Rey Misterio que sale en pressing catch. Peluches made in China con forma de Triceratops. Y esa maldita pelota. Enorme, de plástico, con hexágonos negros. Las hay en verde pistacho o fucsia chillón. Algo parecido a un balón de fútbol gigante que bota como un hinchable y que el padre quiere conseguir a toda costa para el chiquillo. «Da igual papá», le dice el chaval al oído en medio del bullicio. El padre ya ha sacado la billetera.
Para conseguir la dichosa pelota sólo hay que encestar dos canastas en el tablero raído que cuelga al fondo de la barraca. Parece fácil. Dos euros, dos intentos. Primer tiro. El dueño del puesto le pasa una bola tricolor de baloncesto. El padre la coge entre las manos ante la mirada del niño. Expulsa el aire como hacen los aleros finos. Una mínima flexión, un leve giro de muñeca. El balón describe una parábola perfecta y atraviesa la red limpiamente.
En el segundo lance repite los mismos gestos. La bola toca primero en el tablero, gira luego sobre el aro, da tres vueltas a continuación y al final sale expulsada. El padre se queda noqueado. Confundido. Mira al niño sin saber qué decir, qué cara poner. «Da igual papá, de verdad», repite. Pero el padre le ignora. Le devora la vergüenza. Está lleno de frustración. Es Gasol fallando contra Rusia en el último segundo en la final del 2007. Es un padre incapaz de ganar una puta pelota de goma para su mocete. 60 euros y 30 fallos después, el barraquero sonríe. Al padre le tiembla el pulso. El niño le consuela, le dice que da igual. «Que no da igual», grita el padre. Y compra un algodón de azúcar. Lo suficientemente grande como para parapetarse tras él y esconder la lágrima que se le cae mientras abandonan las barracas.