Si de mi dependiera, decretaría que todos los meses se celebrara una Eurocopa. O en su defecto, unas Olimpiadas. O un Mundial. O la victoria simultánea de todos los equipos de cualquier deporte de todas las ciudades.
Es comenzar la Eurocopa y detenerse el mundo. Echa a rodar el balón y todo lo que no tenga que ver con el fútbol queda fuera de juego. Nada más importa. El resto del mundo se detiene, los problemas se quedan en el banquillo. Ya no hay huelga, ni barril de petróleo a 140 dólares. La roja se convierte en un agujero negro que absorbe el resto de los colores.
A los que hasta el pitido inicial no habían abierto la boca empiezan a brotarles las opiniones. Puede que no sepan si son democristianos o liberales. Si la razón por la que no llegan a fin de mes tiene que ver con la crisis o con una desaceleración exógena en un marco de coyuntura internacional. No saben o no contestan, pero es ver una alineación y criticar a Luis por poner otra vez a Marchena. Y ya decían ellos que Raúl debería haber venido, y que ese no es el tema y tal y yo sólo convoco a los mejores.
Sé de quien tiene alergia a viajar pero programa sus vacaciones en la sede de la Eurocopa. El resto de sus vidas son respetables trabajadores de afeitado diario y camisa planchada que alquilan quince días al año un apartahotel en Salou, pero cada cuatro años se enfundan la camiseta de la selección para beber con otros cientos como ellos en la Grand Platz de turno. Oeoeoeoé pídeme otra pinta y ponte bien la montera que ya empieza a sonar Paquito el Chocolatero.
Conozco ciudades que se mueren los días que juega la selección. Las calles se vacían y la circulación se paralizada como si sufrieran un holocausto nuclear. Son los días que más me gusta salir de casa porque soy el único paseante, atravieso los semáforos rojo y nadie me molesta. A nadie le importa nada. Ni de qué hablo en esta columna. Ni si digo que me da igual que pierda España.