Conectar la televisión en ese tramo laxo de la noche en que la casa enmudece y la cama reclama ser ocupada concede momentos extraordinarios en una programación que sabe a cieno. El mando bascula entre putrefactos programas de un corazón de máxima audiencia, realities que por repetidos no dejan de encontrar aspirantes al frikismo y shows donde lo mismo ocupa la silla de invitados la última estrella del pop que un líder de la oposición, en esa desconcertante estrategia de acercamiento a la sociedad consistente en aparecer indiscriminadamente en las mismas alcantarillas que la sociedad huele. Cuando la basura alcanza cotas irrespirables y uno se flajela por no haber invertido esos preciados minutos en cualquier lectura, la pantalla resucita. Toda la mierda queda al instante desplazada por algo humano, crudo, lacerante. El reportaje se traslada al corazón del ébola y con él, el espectador viaja por caminos de barro y miasmas hasta las entrañas de Sierra Leona donde el virus ha sepultado la vida. La de quienes han muerto por la enfermedad y la de un país paralizado por terror al contagio. En la televisión surgen personajes tan reales que parecen de mentira. Voluntarios aferrados al afán por echar una mano, pacientes que aguardan con la resignación que imprime la pobreza el resultado de los análisis. Falta de medios y sobredosis de miedos. Desconcierto. Sólo falta la llamada en directo de un político denunciando por qué a esas horas ya hemos apagado la tele.