Tome una fotografía reciente de Rodrigo Rato y compárela con algún otro retrato suyo de hace una década. Tendrá que aguzar la vista para encontrar alguna diferencia sustancial. Tal vez lo único que distingue ambas son las sienes un pelín más canosas en una cabeza permanentemente amenazada por una de esas antiestéticas alopecias que no son ni fu ni fa. El resto reproduce al mismo Rato con tendencia a unos kilos de más al que los trajes de un corte exquisito no acaban de sentarle bien. Unas gafas idénticas de montura fina apoyadas sobre la nariz; exactamente los mismos milímetros de perilla mal afeitada que le dan la apariencia de haberse levantado minutos antes de que el fotógrafo hiciera click; ese ojo derecho un poco caído a juego con una media sonrisa que el paso del tiempo no ha logrado enderezar. Pero acérquese más a las dos instantáneas. Mírelas con lupa. La antigua es la de un Rato triunfador. Ese aparente desaliño es la de un economista rutilante, una mente privilegiada igualmente capaz de dirigir el Fondo Monetario Internacional que de tomar las riendas de un banco elefantíasico. La más recientes devuelve a un Rato casposo y ruin. Un hombre sin escrúpulos para malgastar el dinero de todos lo mismo para aprovisionarse de 3.500 euros de alcohol que para bajarse del coche oficial y sacar 16 veces mil euros de algún cajero mientras el país que estuvo a punto de presidir se ahogaba. Dos fotografías distintas pero igual de malas.