El nivel de corrupción política es insoportable. Ya no basta con practicar cada mañana la gimnasia de la resignación leyendo las portadas del periódico ni comprar el discurso de que es una minoría abusando del poder púbico en beneficio particular frente a un ejército de sufridos cuadros de base sin avaricia ni cuentas en Suiza. Son ellos, como integrantes primero de la misma ciudadanía asqueada de tanta inmundicia, quienes deben romper la cadena del seguidismo y presionar a las cúpulas para aplicar una ‘tolerancia cero’ imprescindible para no completar la mutación en un país putrefacto. Las declaraciones de María Dolores de Cospedal defendiendo que el PP ha hecho todo lo posible para atajar la corrupción y no se contempla ninguna medida interna de regeneración son la gota que colma un cubo rebosante de barro. Lejos de asear la cara del partido, dejan el mensaje de que la corrupción no es sólo un efecto colateral de la política sino que resulta indomable y, por lo tanto, hay que convivir con ella como una enfermedad crónica sin antídoto posible. Pues no. Ni Bárcenas era una pieza residual en la macroestructura del partido ni Granados un pícaro advenedizo que ha tenido la habilidad para lucrarse entre tertulia y tertulia donde regalaba lecciones de ética y austeridad. La calle tiene la opción de renegar de ello con su voto en las urnas, pero debe ser cada partido el que desnude sus propias vergüenzas para darse y dar oxígeno. Lo contrario sería (es) intolerable.
Fotografía: Ángel Díaz