El abuelo Tasio camina por el parque. Quizás está paseando por él, o simplemente lo cruza para atajar. En mitad del césped pisa de improviso un elemento extraño que le hace trompicar hasta casi perder el equilibrio. Como la noche anterior ha llovido, lo primero que le viene a la cabeza es que la tierra se ha ablandado y sus zapatos resbalan con tanta humedad.
En cuanto acaba de atravesar el verdín se detiene un instante sobre el bordillo para deshacerse de la masa pegada todavía al pie. A modo de lija chusca, rasca las suelas contra el cemento. Rasca, rasca y vuelve a rascar pero no consigue desembarazarse de ese conglomerado negruzco, viscoso y pertinaz. Se reclina levemente para comprobar más de cerca la naturaleza de ese parásito incómodo que, de pronto, ataca a la arrugada nariz del yayo con un aroma extraño. Sus dudas se disipan: no es barro; sólo una asquerosa, maloliente y jodida caca de perro.
Mientras su cabeza procesa a toda velocidad cuánto le costará volver a casa a cambiarse de calzado –descarta de inmediato ir así al Hogar del Jubilado, como tenía previsto, y ruborizarse a escondidas mientras alguno comenta en alto «¿aquí huele raro, no?»–, echa un vistazo al camino que acaba de recorrer. Comprueba que en realidad ha tenido suerte de topar sólo con un excremento canino, porque el parquecillo entero está plagado de decenas ellos. Lleno de zurrullos y de esos ridículos banderines puntiagudos que advierten de que hay que mantener el verde limpio de marrones. El yayo se va cabizbajo, lamentándo que los parques de su ciudad estén hechos una mierda. Una mierda, a veces, pinchada en un palo.
La foto es de Enrique del Río.