Recupere del rincón donde arrumba el papel que terminará en el contenedor azul esa hortera caja de cartón en la que, si ha tenido suerte, su empresa le ha regalado una cesta de Navidad que ya ha vaciado de turrones artesanales, conservas con denominación de origen, licores y melocotón en almíbar. Abra bien las solapas y vuelva rellenar el vacío con lo que le ha sobrado estos días en los que se han sentado tantos a la mesa que todo parecía poco para comer o cenar. Empiece introduciendo el cordero helado que su madre preparó con tanto cariño y para cuando salió del horno ya nadie tuvo ganas de probar. A continuación, rellene el recipiente con los coloridos canapés que copió de una receta exótica pero nadie cató porque en realidad sabían repugnantes. Aún tendrá espacio para todos los langostinos que, aunque los comensales le advirtieron que no era necesario ofrecer porque sobre el mantel no cabía un alfiler, acabaron intactos en el cubo de la basura. A su lado puede colocar los polvorones que para qué se van a guardar porque caducan y el panetone, que ya se ha quedado duro. Aún quedará un resquicio para los restos de la merluza en salsa que se quedó en los platos, e incluso todos esos quesos que la abuela compró con cariño y nadie tuvo ni el apetito ni la delicadeza de mordisquear porque sus estómagos estaban ya a punto de estallar. Precinte luego la caja para que no reviente por las costuras. Así tendrá una mejor digestión. Aunque tal vez la conciencia se le empache.