El periodista siempre es culpable. Así, en genérico. Culpable de todo. Ante todos. Dentro y fuera. Culpable de los errores propios y de los ajenos. De lo que escribe y de lo que deja de escribir. ¿A un fresador se le puede reprochar si maneja bien o mal su máquina ¿Y sobre las otras? ¿También se le echa en cara cómo no han quedado las piezas que no manipula?
«Eres un sinvergüenza, solo decís mentiras», me espetó un día un vecino de mi padre. Me pilló por sorpresa. Como quedaba pendiente una derrama para arreglar el portal y no quería provocar un conflicto al estilo ‘Aquí no hay quien viva’, me limité a escucharle con gesto patibulario. Después de una perorata irreproducible, deduje que su enfado derivaba de un titular de prensa que sostenía que el Barcelona había humillado al Madrid en el último derby. Algo que había hecho bullir su merenguismo y aventar el odio. Ni siquiera me esforcé en matizarle que no tenía nada vez con esa información. Que no escribo en la sección de deportes. Que el fútbol me da igual. Que ni siquiera trabajo en el periódico del que hablaba. Pero claro, yo era el periodista y el vecino de mi padre sólo podía emitir el mismo veredicto que sistemáticamente dicta el mundo entero como un exorcismo: culpable.