El análisis más condescendiente que puede llegar a formular un político cuando su mensaje no cala o recibe el rechazo como respuesta es que no ha sabido comunicarlo bien. En la cueva que habitan donde sólo se escucha el eco de sí mismos (y el de otros como ellos) no cabe que la ciudadanía no comparta lo dicho, que su discurso se desfragüe por las costuras o, simplemente, no conecte con una sociedad que aspira a algo más. Y al contrario: si alguien traga será por una arrebatadora capacidad de convicción, nunca por perversas disciplinas ni favores debidos.
A medida que pasa el tiempo y el sectarismo medra, los supuestos más autocríticos acaban desterrados. El líder es tan sabio y sus adláteres tan complacientes que cualquier ecuación que pueda trazarse nunca puede tener resultado negativo para sus siglas. Descartadas las responsabilidades propias y asumiendo que la lección se ha recitado tal como dicta el guión, sólo cabe apuntar el dedo acusador al mensajero. La lógica política deduce entonces que el periodista es (tiene que ser) el culpable. Porque sus ojos no miran con el fanatismo de un militante; porque no se conforma con decir lo que otros quieren que digan; porque exige lo que en los partidos se da por supuesto o, simplemente, porque es un maldito facha o un rojo asqueroso.
Dentro de poco este diario cambiará su aspecto. El diseño se modernizará, los santos saldrán más grandes, el papel olerá mejor. Lo que variará poco es la gente que escribe en él, pero lo que seguro que permanecerá invarible es la necesidad de muchos de escudarse en estas páginas para encubrir su propia mediocridad.