Es posible que usted nunca haya tomado uno de los escasos vuelos que de momento salen del aeropuerto de Agoncillo. Tan improbable como que haya tenido alguna vez la necesidad de viajar en el autobús que conecta Logroño con, por ejemplo, Laguna de Cameros. Salvando las evidentes distancias (en todos los sentidos), ambas líneas de comunicación tienen una importancia capital. Más aún en una comunidad que se relame continuamente sobre la herida del aislamiento tanto hacia fuera como de puertas adentro. Igual que casi nadie duda de que las administraciones deben sufragar el acceso con los pueblos más aislados, cada vez se hace más fuerte el criterio de apoyar con dinero público la ruta aérea que une al menos La Rioja con Madrid y a la vez con el resto del mundo. Ambas conexiones son necesariamente deficitarias por una cuestión de escala, pero su rentabilidad no es económica sino social. La falta de un autobús condenará al pueblo más intrincado al olvido, igual que carecer de un vuelo con la capital cerraría para la economía o el turismo riojanos una puerta de oportunidades. Aparcando las tentaciones de demagogia de clase, sólo hace falta acudir una madrugada al aeropuerto para comprobar que entre el pasaje no sólo hay políticos con el billete gratis, sino numerosos empresarios (grandes y pequeños) que vuelan por motivos laborales, trabajadores que comparten oficina en Madrid y viajeros anónimos, además de otros usos privados. El debate sobre la necesidad de tener un aeropuerto murió el mismo día que se inauguró. El que ahora manda es la forma de mantenerlo como un servicio público necesario y, en paralelo, explorar las fórmulas para exprimir todas sus posibilidades de presente y futuro.
Fotografía: Juan Marín