Cuando los médicos tuvieron enfrente al paciente, cada uno de ellos experimentó un leve respingo que a pesar de sus conocimientos ninguno supo autodiagnosticar técnicamente. Allí estaba el hombre, con su mano asida a la de su mujer, esperando entre confiado y expectante el fallo de la exploración que le habían practicado. Con cualquier otro los galenos no habrían tenido dudas. Hubieran circunvalado su dictamen arrancando por eso de que el tabaco no trae nada bueno, pasando por lo positivo que es descubrir las complicaciones a tiempo y arribando en que el nódulo pulmonar que mostraba la radiografía no necesariamente tenía que ser maligno. El rango del enfermo les contagió la diplomacia y seguridad a las que finalmente recurrieron: «Majestad, está usted en las mejores manos».
Don Juan Carlos apenas se alteró. Rompió el protocolo bromeando sobre cómo sería conocer uno de esos hospitales de los que le habían hablado sus hijos y alguna vez había visto en los documentales de La2. Entre guiños a los oncólogos, se preguntó si le colocarían una de esas graciosas batas con las que se te ve el culo. Si también a él le servirían de menú verduras insípidas y un danone sin azúcar. Si a media tarde podría degustar un descafeinado con galletas maría. La operación resultó un éxito. Saludó a todos y pronunció regiamente “estoy orgulloso de la sanidad pública” antes de volver a La Zarzuela en su avión privado. Si Sofía se iba pronto a la cama, esa noche celebraría su suerte paladeando un habano en alguna torre del Palacio.