El yayo Tasio se levantó con una sensación extraña. Por primera vez en muchos días no le dolía el páncreas, los tobillos se le habían deshinchado y hasta pudo sorber sin problemas el aire de la mañana para llenar sus marchitos pulmones. Descorrió la persiana y le inundó el sol. Los rayos recorrieron su piel pelleja con un agradable efecto balsámico. Observó desde la ventana otras ventanas llenas de banderas españolas y los boquetes que circundan su barrio desde hace meses. Sin saber por qué, esta vez no se le pasó por la cabeza lo desmadejado que está el barrio sino que imaginó lo reluciente que quedará cuando acaben esas obras eternas.
Mientras desayunaba un descafeinado con sopas de pan duro y la ración habitual de pastillas –«pues no saben tan malas», musitó el abuelo con sorpresa– abrió la carta del banco con el extracto de su pensión. Al revisar la cifra concluyó que cobraba una cantidad razonable. Que para lo poco que gastaba no sufrirá demasiado cuando le congelen la paga. En la radio, el parte seguía desbordando euforia días después de la victoria de España, así que ni el hambre en el mundo, ni la crisis financiera, ni la última muerte por violencia de género le provocaron la desazón que por lo general le asaltaba a esas horas del día. Definitivamente, algo le ocurría al yayo. Pidió la primera cita libre con el médico de cabecera, que nada más auscultarlo con un raro fonendoscopio pintado de rojo y amarillo le diagnosticó una inocua inflamación del optimismo.