Estaba yo un día de San Mateo apurando no se qué artículo cuando sonó un teléfono en la otra punta de la redacción. Faltaba nada para la hora de comer y me había quedado prácticamente solo, así que aunque el timbrazo quedaba lejos descolgué por si se trataba de alguna urgencia. “Qué pasa, soy Jose” me informó así, sin acento en la e, una voz honda y arrolladora para preguntarme a bocajarro quién era yo. Jose no se debió quedar satisfecho con mi nombre, porque siguió queriendo saber si era jefe de algo o, en su defecto, si había un fotógrafo por la casa. Antes de que el interrogatorio de aquel desconocido pasara al tercer grado le pedí que se identificara. Lo hizo sin perder un gramo de energía. “Amigo, que soy Jose Campos, el marido de Carmen”. Mi cerebro empezó a procesar entonces todos los joses y cármenes que conozco, pero fue incapaz de encontrar las coordenadas precisas. “Que sí, que seguro que me has visto en la tele”. “Campos, Martínez-Bordiu. ¿no te suena?, insistía con una cordialidad un poco inquietante a esas horas de la tarde para rematar con una invitación: “esta tarde vamos a los toros, y a lo mejor os viene bien una foto nuestra en la plaza”. Ni siquiera al saber que aquello no estaba en mi mano Jose restó vitalidad a nuestra bizarra conversación. “Encantado de conocerte amigo, de verdad”, remató al otro lado de la línea antes de despedirse con una frase que al final ha resultado premonitoria gracias a la UD Logroñés: “cualquier día vengo un rato tranquilo por aquí, que sois una gente maravillosa”.