Sobreviví indemne a la vorágine de San Mateo a costa de un buen puñado de euros. Unas veces la euforia festiva y otras la dictadura infantil me abocaron a caer en la tentación de comprar una noche a mis amigos un par de gorros de fieltro que acabaron arrumbados en un contenedor y, otra mañana, hacerme con un globo gigante de Dora Explorada que aún sigue mirándome (cada vez más escuchimizada) desde el techo del salón y uno de esos tirachinas que lanzan un paracaidista fluorescente con el que casi me saco un ojo cuando pedí a mi hijo que me enseñara cómo se usaba. Son cachivaches tan imprescindibles en su momento como inútiles ahora mismo, pero hay uno que guardo con mimo de aquel absurdo arsenal mateo: un elefante de la suerte.
Se trata de una pieza mal tallada, algo descolorida y con una pata desconchada desde que un negro me la enseñó el último día de fiestas en la calle San Juan. Como antes habían hecho otros de sus colegas, se acercó hasta nosotros y me lo ofreció «muy barato» para que la niña jugara. Negué su ofrecimiento, pero en vez de insistir, depositó la figurilla en mi mano como un regalo para los críos que miraban con extrañeza su cara enjuta y, sobre todo, sus pies descalzos. Cuando se alejaba calle abajo corrí hasta él. Eché mano al bolsillo y le di la calderilla que llevaba en el bolsillo y un billete suelto que agradeció con una sonrisa colmada de amabilidad tras convencerle de que debía coger aquel dinero. Nunca una baratija me ha salido más rentable.