En vista de que el San Millán está ya en fase terminal y el San Pedro a punto de dar a luz, este verano me he pasado un mes largo dentro del viejo hospital para rendirle un homenaje anticipado. No me arrepiento. El reencuentro ha estado teñido de cariño clínico. Así he podido despedirme como dios manda de los suelos de sintasol, las mamparas improvisadas que compartimentan muchas habitaciones, los fluorescentes pálidos y esas bacinillas coquetamente alienadas dentro de los cuartos de baño junto a los botes de orina.
También he dicho adiós (temporalmente) a los profesionales del centro. A las dos versiones: los que tienen extirpada la amabilidad y te hacen culpable de tener un tumor y aquellos a los que las batas blancas no les impiden bajar del pedestal para dar algunas palabras analgésicas contra el miedo.
Por las noches, mientras intentaba conciliar el sueño descoyuntado en uno de esos sofás de escay articulados, fantaseaba sobre cómo será la vida después del San Millán. Si el olor a nuevo del San Pedro mejorará el humor de algún jefe de servicio, si la amplitud de los pasillos acortará las listas de espera o si la excelencia de las instalaciones superará mi única referencia en materia sanitaria: la sonrisa de la enfermera que entra en la habitación en mitad de la noche para limpiar las flemas del enfermo.
A las siete de la mañana, cuando el carrito que traía los termómetros y el nolotil me despertaba de sopetón, empezaba a darle vueltas a cómo enfocar mi futuro panegírico sobre el viejo hospital. ¿Y si le molestaba a alguien? ¿Y si no encontraba las palabras precisas? Entonces me reconfortaba pensando que, al fin al cabo, leer esto es casi gratis. Por eso he montado una consulta privada en frente de mi propio periódico donde el que quiera una columna mejor escrita puede pedir cita. Fuera de mi horario laboral le trataré con el mayor cariño y la máxima profesionalidad. Le costará 120 euros.