Antes el golf me causaba indiferencia; de un tiempo a esta parte, me aterra. Mi metamorfosis llega empujada por otra metamorfosis: la que ha experimentado más de un amigo que hasta ahora no había mostrado ningún síntoma de pasión por el deporte ni era sospechoso de fanatismo y, de la noche a la mañana, se ha reconvertido a la religión de los palos y los hoyos. Una fe que, siguiendo sus dieciocho mandamientos, les lleva a procesionar en cuanto tienen un ratito libre por las praderas de La Grajera, Sojuela o Cirueña, les exige sacrificios periódicos -«hoy tampoco puedo quedar, me voy a tirar unas bolas»- y lo más preocupante, les aboca a un proselitismo radical.
«Si lo probaras verías lo bueno que es», me dicen con la displicencia con la que se trata al hereje que jamás alcanzará ni el cielo ni el green. Ese es siempre su preámbulo para descargar las presuntas bondades del golf: el extenuante ejercicio que supone zumbar a una pelota y caminar sobre el césped, el esfuerzo intelectual que requiere circunvalar un búnker de arena y el argumento con el que siempre remachan sus oraciones: lo democrático de un deporte que hasta posee un campo municipal en Logroño.
Su transformación personal me inquieta. Yo, que he jugado al polo desde mi más tierna infancia, nunca he tenido la tentación de justificarme. Y eso que el mío sí que es un deporte físicamente exigente que implica un contacto total con la naturaleza. Se lo garantizo: no hay nada que desfogue más que trotar sobre tu alazán por el campo, golpear una bola con el taco desde lo alto de la montura y chocar con otro jinete. ¿Que no tiene un caballo a mano en su chalé adosado? Puede lograr uno de saldo por el mismo precio que una buena bolsa de palos de golf.
Lo que más me duele es que siempre que quiero jugar debo salir de Logroño para ir a mi club privado.Yo también quiero un campo municipal de polo. Aunque sea en una esquinita de La Grajera, junto a mis amigos.