Quitando una temporada que por obligaciones laborales debí frecuentar casi a diario los juzgados de Bretón de los Herreros, mi trato con la Justicia se ha limitado a ejercer como testigo en dos asuntos menores.
La principal sensación que me infundió ese mínimo contacto fue la de un respeto solemne. A pesar de que mi papel se ciñó a ratificar un puñado de obviedades -«¿Escribió usted lo que escribió?, sí, claro, la noticia lleva mi firma; ¿Vio cómo el turismo del señor A colisionaba frontolateralmente contra la furgoneta del señor B? Mmmmm… sí, le dio»- la presencia de esa pléyade de hombres y mujeres con gesto adusto y mirada severa me causó una cierta desazón. Como si en vez de subrayar mi testimonio en los tochos que cada uno sostenía en sus manos, estuvieran en realidad tomando nota de ese hilito de sudor frío que empezaba a caerme por la frente para concluir que no era un simple testigo, sino el culpable en la sombra.
Intuyo que en mi contra jugaba esa frágil creencia de que la Justicia es ciega. Que quienes la imparten han invertido media vida superando complejísimas oposiciones, están tocados por el rigor y la imparcialidad corre por sus venas.
En esas andaba yo hasta que el Tribunal Constitucional se ha revolucionado al tomar las medidas al traje del Estatut por la recusación de uno de sus miembros. Pero no cualquiera, sino uno de una determinada «sensibilidad». A un periodista se le mira con recelo si alguna vez desliza una opinión política, mientras que los magistrados y jueces llevan su filiación pegada a la pechera con todos los honores. Al jurado popular cada vez le duele más ver que en esas instancias de primera división no participan los mejores jugadores. Sólo hay dos equipos. Dos rivales no encargados de tomar una sesuda decisión, sino de ratificar decisiones que vienen dadas. Y, por el camino, usar la maza para golpear al contrario en la tibia. A ver si así lo sacan del campo.