Luis de Guindos es uno de esos tipos que tienen perdida de antemano la batalla contra sí mismos. Se esfuerza por esbozar media sonrisa ante las cámaras, pero cuando entreabre los labios le asoma un colmillo. El gesto más amable que es capaz de cuadrar acaba invariablemente enterrado por la arruga que le surge entra las cejas, la calvicie que compensa con unos hilillos de pelo sin domar en la nuca, esa manera de entrelazar las manos bajo su barbilla mientras agacha un poco la nuca y atraviesa a su interlocutor con la mirada. La impostura le aflora hasta cuando acude Bruselas y se coloca el abrigo por encima de los hombros, desafiando igual a los mercados que al frío belga.
Quizás por eso Rajoy lo escogió. Para hacer una reforma laboral como la que ha decretado necesitaba alguien como él. Un rostro adusto, rocoso, blindado ante cualquier emoción. Un tipo bregado en los consejos de administración más exclusivos con currículum notable y empatía deficiente, pero sobre todo bilingüe. Sólo así podría ir dosificando desde la distancia lo que se venía encima y plantarse ante un comisario europeo para confesarle en inglés, mientras sabía que todas los micrófonos escuchaban, que la reforma será extremadamente agresiva. «Yo will see, you will see», susurraba mirando de reojo a los micrófonos. Ni siquiera ahí pudo disimular que era pillado conscientemente y que, quien de verdad iba a pillar con la reforma, es a todos los trabajadores.