María del Carmen Galayo y Ángela Bustillo no se conocen. Al margen de su condición de mujer, dudo de que tengan algún otro rasgo en común. La primera vive en Canarias y la segunda reside en Cantabria. Una se mueve en las aulas y la otra desfila por las pasarelas.
María del Carmen ejercía como profesora de religión en varios colegios públicos hasta que las autoridades eclesiásticas decidieron rescindir su contrato por mantener una relación con un hombre distinto de su esposo, del que se había separado. La Iglesia consideró que su «testimonio vital» no encajaba con el temario que debía transmitir a los chavales y le quitaron de su puesto.
Lo que sustrajeron a Ángela fue una corona. La de Miss Cantabria que ganó en un concurso donde competía con otro puñado de jóvenes de piernas largas y sonrisa esforzada. El jurado decidió que era la mejor, pero se retractó más tarde al conocer que había parido un hijo. «Las bases del concurso subrayan que no es compatible», se justifica la organización de Miss España.
Ambas se agarran ahora a la igualdad que reconoce la Constitución para denunciar el atropello de sus derechos. La una lo hace con un catecismo en las manos; la otra, con un biquini ajustado en el cuerpo. En el caso de la maestra, el Tribunal Constitucional ya ha dicho que los acuerdos firmados entre el Estado y la Santa Sede son los que son. Falta por ver qué decide el Tribunal de las Medidas Perfectas para la miss.
Lo que ni ellas ni quienes se echan ahora las manos a la cabeza por esta flagrante discriminación dicen es que las ligas en las que juegan estas mujeres tienen sus normas. Antiguas y muy particulares. Y ellas, además, las conocían. Mientras critican lo antediluviano y rancio de las reglas, se olvidan discutir si es antediluviano y rancio lo que regulan. A este paso, los antitaurinos protestarán porque los toreros visten un traje de luces, y no por matar seis toros cada tarde.