Trabaja de profesor en un instituto. No lo reconocerá porque se parece a otros tantos. Cincuenta años largos, voz descascarillada, americana con coderas, dedos manchados de tiza, la alopecia camuflada por un flequillo excesivo. Imparte una de esas asignaturas anacrónicas que le relegan a aulas semivacías, pero su vocación es irreductible. Cada mañana que se sube a la tarima y ordena abrir el libro por la página tal, despliega el mismo brío del primer día. Se ajusta a la nariz unas gafas de montura anticuada y llama a la puerta de la curiosidad de los mocetes que tiene enfrente. Unos se contagian de su entusiasmo; otros le llaman coñazo por lo bajini. En tantos años de docencia sólo ha perseguido extraer el máximo jugo de todos ellos. Vestir sus cabezas para el desfile de la vida y que un día, después de muchos años y un trabajo en condiciones, recuerden algunas de las lecciones. Aunque sea sin cariño.
De un tiempo a esta parte sus clases han bajado de temperatura. El frío se ha instalado en su garganta, sus gestos parecen atrofiados. Donde antes había efervescencia ahora cunde la rutina porque en vez de militantes del futuro, lo que ve ahora son candidatos al paro. Hasta experimenta algo híbrido entre la pena y la vergüenza si algún alumno le pide consejo sobre qué camino seguir después del instituto. Que aprendan idiomas, tengan su pasaporte en regla y quiten el miedo a vivir lejos, les receta. Aunque sea en Laponia.