Se cumple el aniversario del día que salvé la vida. Aún era un monicaco, pero en mi casa decretaron que había llegado la hora de abandonar la piscina de niños y bañarme en la de hombres sin flotador ni manguitos. Por esa insondable costumbre que siguen las madres de hacer lo mismo que hacen otras madres, la mía me apuntó a un cursillo de natación en Cantabria. Se lo habían recomendado con fervor, garantizando que ningún alumno lo había terminado sin hacerse unos largos por sí solo. Lo que no le dijeron es que, seguramente, muchos abandonaban antes de acabarlo.
Me presenté a la hora prevista con mi pantaloneta meyba y más miedo que alma. A mi lado, otra gavilla de chavales escuchimizados se esforzaba también por disimular el tembleque al borde de la zona más profunda de la piscina. El profesor resultó ser un tipo con aspecto patibulario y las espaldas como un frontón que llevaba un silbato amarrado al cuello. Como saludo, nos informó de su método: a cada pitido, cada uno de nosotros debía tirarse al agua e intentar flotar para familiarizarnos con el medio. Unos estallaron en lágrimas, otros se mearon encima y la mayoría pujó por ser el último de la fila. Entre el gurigay, el monitor apuntó su dedo hacia mí y pitó. Miré hacia a aquella masa azul y vi pasar mi corta vida en una fracción de segundo. Aquel día no aprendí a nadar, pero descubrí que podría llegar a ser un gran corredor de larga distancia.