Ya sé yo que el mundo está fatal. Ya sé que vivimos atrocidades injustificables como el cruel asesinato del periodista Jamal Kashogui. Ya sé que nadie puede creer que el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed Bin Salman vaya a hacer justicia. Ya sé yo que lo de vender armas y conservar seis mil puestos de trabajo en Cádiz (30% de paro), contrapone principios e ideales con el pragmatismo recurrente de la razón de estado. Ya sé yo que el ejercicio del poder aflora contradicciones y enmienda promesas y que el parlamento español es, desde junio, una trinchera. No olvido que mi columna semanal debiera tratar de estas cosas pero hoy quiero tomarme una licencia.
Quiero rendir homenaje a Carmen Alborch, una mujer espléndida, inteligente, culta, profesora, escritora e indudable referencia del feminismo español. Alguien que va por delante sin ser consciente de que abre el camino convirtiéndose en modelo de muchas otras. No se consigue lo que tenemos, lo que hemos avanzado en igualdad y en derechos sin personas como ella. Fue ministra de Cultura del gobierno de España y dejó alto el pabellón de los ministros y políticos entre los que destacó con la frescura pasional de su alegría.
La política, contrariamente a lo que se cree, no es una fiesta sino una jungla por la que ella circuló con una sonrisa; un servicio a la sociedad que conlleva renuncias y sinsabores, disgustos y desengaños. En el camino se pierden amigos, algunos para siempre y, a veces, solo algunas veces, se conoce a gente extraordinaria que deja huella. Conocí a Carmen Alborch en la campaña de las elecciones municipales de 1995, vino a apoyar mi candidatura a la alcaldía de Calahorra. Hoy, al despedirla, me siento todavía más honrada que entonces. Guardo en mi memoria la evocación de aquel mitin y el recuerdo de la fuerza arrolladora que su personalidad irradiaba. Perdí las elecciones pero, como ella, conservé la alegría.
Aquellos días leía yo Sueños en el umbral, un libro de Fátima Mernissi, hoy también fallecida. En el acto público que compartí con la ministra Alborch conté una anécdota, que me pareció sugerente entonces y también ahora cuando la he releído, pues la tenía señalada desde aquel día. Narra Mernissi una historia en un harén de Fez (Marruecos). Las mujeres no podían salir solas a la calle, debían hacerlo acompañadas, así que su madre soñaba cómo sería la luz que llenaba las calles desiertas a primera hora de la mañana. ¿Sería azul o quizás rosada como la del crepúsculo?, se preguntaba sin pretender obtener respuesta. El deseo de recorrer las calles a su antojo era el sueño de todas. En el harén se relataba un cuento muy celebrado: el de “la mujer con alas”, una mujer que podía irse volando cuando le venía en gana. Era entonces cuando todas las mujeres en el patio se recogían el caftán, se lo sujetaban y bailaban con los brazos extendidos como si fuesen a alzar el vuelo. Desde entonces, la protagonista se convenció de que todas las mujeres tenían alas invisibles y que a ella también le crecerían cuando fuera mayor. Era la reivindicación infantil del deseo de libertad, la principal aspiración del ser humano, ya sea hombre o mujer.
Así que aquel día, de la mano de Carmen Alborch, me atreví a reivindicar “alas” para todas las mujeres, las alas que ella siempre tuvo. Porque Carmen voló libre y, con clarividencia, voló alto. Sus últimas palabras, en público, fueron pronunciadas el 9 de octubre, al recibir la más alta distinción de la Generalitat Valenciana. El feminismo, -dijo- “ha mejorado la calidad de vida de todos los ciudadanos”, “debería ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad”. Recordó que es “imprescindible la lucha” y la “esperanza” en una sociedad mejor, confiaba en que el “efecto” contagio surgido en los últimos tiempos continuara abriendo “más espacios” para las mujeres y para los “hombres cómplices”. Hasta siempre Carmen, gracias por dejarnos tus alas, volaremos libres pero no solas.
(Solas, Malas y Libres son los títulos de tres libros de C. Alborch)