Tengo que admitir que soy conservador. ¡Nunca lo hubiera pensado! ¡Ya me parecía a mí que ésteee…!, ¡Qué chorra más da, si de lo que habla es de vino! son algunas de las voces que me parece estar oyendo. Pero no es a política a lo que me refiero. En eso allá cada cual, dejemos las etiquetas para el vino.
Mi ‘ramalazo conservador’ se refiere a la preservación de los horizontes del suelo previamente a la plantación de viña: Esos ¡ni los toquen¡, ¡ni los muevan, por favor!… ¿Por qué? Lo veremos a lo largo del artículo. Pero antes repasaremos algunos conceptos sobre el suelo.
El suelo. Según la roca se descompone con el paso del tiempo y se va mezclando con los restos vegetales y animales, se van consolidando las diferentes capas u horizontes del suelo. Su disposición y conformación, denominado perfil, es de gran relevancia agronómica.
El color, tipo de partículas, presencia de rocas y grosor de los horizontes da pistas al experto, incluso antes de realizar análisis de tierras, que le permiten aventurar sobre la aptitud, o no, de ese terreno para la viña: su textura, su estructura, permeabilidad, porosidad, riqueza y, en definitiva, de las cualidades, positivas o negativas, para el cultivo.
El horizonte más superficial es casi siempre más oscuro y rico, al contener más cantidad de humus (restos vegetales y pequeños organismos vivos o en descomposición). Las raíces se sitúan mayoritariamente en los primeros 50 centímetros pero colonizan un volumen mucho mayor, según las condiciones del terreno. Consecuencia de un proceso de millones de años, se establece un equilibrio en la microbiología, composición y disposición de los distintos horizontes del suelo a los que la viña se aclimata y, responde, ofreciendo su mejor expresión.
La viña. Antaño, la plantación de viña se limitaba a los terrenos donde otros cultivos apenas podían subsistir, reservando los más fértiles para los más exigentes (trigo, hortalizas, frutales, etc.). Se obtenían productos de primera necesidad en los suelos más ricos, dejando los pobres para la viña, donde, paradójicamente, se cría la mejor uva para vinificación. La falta de valoración por el mercado de la escasa uva procedente de los viñedos situados en las peores condiciones para la labranza, unido al afán por la máxima productividad, nos ha llevado a un desplazamiento del cultivo a zonas más fértiles.
Hasta que llego la maquinaria, malacates, locomóviles y tractores a principios del siglo XX, la capacidad del agricultor para modificar la disposición de los horizontes del suelo era muy limitada. Con la azada, con el arado u otros aperos tirados por caballerías, no se profundizaba apenas dos palmos. Se transportaba la tierra y piedras a mano, en cunachos, o con caballerías en serones, para construir pequeños bancales y terrazas que permitían ganar un poco de terreno al lleco. Si al plantar aparecían grandes rocas o lastras se esquivaban en la medida de lo posible o incluso se fracturaban con una barra con punta de buril y allí se insertaba el barbado, confiando en que sus raíces profundizaran por la fisura abierta.
Actualmente, al disponer de maquinaria potente y versátil para trabajar en cualquier condición, en aquellas zonas con penuria de tierra «blanca» se adaptan para plantación de viña fincas con relieves hace solo unos años imposibles, ejemplos cercanos los tenemos en la Sonsierra o Rioja Alavesa. Ello sin otra limitación que la económica: el costo de hora máquina (dúmper, buldozer, retroexcavadora, traílla, niveladora, etc.) a veces hace desistir de la plantación, aunque hemos visto en Rioja inversiones para adecuación de fincas que difícilmente serán nunca amortizadas.
Se realizan escolleras enormes para sujetar taludes o, peor aún, se dejan desprotegidos de la erosión. Se nivelan las tierras dejándolas tan llanas que hasta plantar arroz se podría. Todas estas labores ocasionan un quebranto paisajístico, incrementan la erosión por impacto del agua o escorrentía, disminuyen la biodiversidad y refugios de la fauna protectora por la destrucción de ribazos y lindes, empeoran la exposición y, en suma, acaban con la singularidad y riqueza de un territorio virgen y sin apenas alteración, como el que ha sido el del viñedo hasta hace pocos años en España.
El vino. En cuanto a calidad de la uva, en el mejor de los casos, son necesarios decenas de años para que en un terreno previamente degradado pueda establecerse un equilibrio que posibilite la obtención de vinos con una composición y propiedades conformes con el pago original. En otros casos, la afección del suelo es tal, que las cualidades intrínsecas que daban lugar a vinos con una tipicidad determinada, de calidad excelsa, fruto de una disposición, composición y armonía perfecta entre minerales, humus y microorganismos, sea para siempre historia pasada.
Conservemos, por tanto, los horizontes, su disposición y composición. En los trabajos previos a la plantación se deben evitar maquinas que revuelvan, alteren la microbiología, estructura o el orden natural del terreno. Hay que profundizar para facilitar el drenaje, la penetración de raíces y la aireación, recurriendo al volteo solo cuando se ha constatado por una calicata que la estructura fundamental no se modifica y determinadas circunstancias lo recomiendan: para facilitar el drenaje, extracción de rocas, eliminación de raíces, etc. En estos casos, debemos asegurarnos de realizar «capaceos», es decir, acopio de la tierra del perfil superior para luego dejarlo de nuevo en superficie. Por consiguiente: ¡SÍ a la reja, al ripper (destripador), al cultivador¡ y ¡NO, en general, al brabán o arado de vertedera¡
La vida. Los cambios y movimientos son a menudo positivos, a veces inevitables. Ahora bien, antes de proceder miremos al “horizonte” y preservemos la “estructura” que ha demostrado su solidez y consistencia en el tiempo.