Quién le iba a decir al obispo riojano Benito Ignacio de Salazar que, siglos después de presidir la Generalitat de Catalunya, un nacionalismo tan rancio como ventajista iba a aprovecharse, pescando en río revuelto, de una institución de enorme alcurnia y raíces medievales.
Ignacio de Salazar Goiri, que había nacido en Baños de Río Tobía en los albores del siglo XVII, cambió su nombre por el de fray Benito Ignacio de Salazar cuando tomó los hábitos en el monasterio de San Millán de la Cogolla. Elegido abad general de la Congregación de San Benito, era tal su sabiduría que el rey Carlos II le nombró teólogo de Su Majestad, hasta que en 1683 tomó posesión como obispo de Barcelona. Seis años después resultó elegido presidente de la Generalitat, cuando aquel órgano ejecutivo catalán estaba formado por tres estamentos básicos: el eclesiástico, el militar y el de los «ciudadanos honrados». En buena parte de los documentos oficiales de aquella época se referían al clérigo riojano como Benet Ignasi de Salazar. Pero ya tocará el momento de diseccionar vida y obra de este sabio bañejo en este mismo blog.
Mientras tanto, la Generalitat del siglo XXI aprovecha las vacas flacas para escorar todavía más su deriva soberanista, manejando argumentos decimonónicos de cuando el nacionalismo surgió a la sombra de una burguesía que buscaba más poder. Afirmaba Raúl del Pozo, tras la multitudinaria manifestación del 11-S, que «el nacionalismo (es) esa rémora tribal que piensa que para ser un buen patriota hay que ser enemigo de los forasteros». Y no le falta razón. Que se lo pregunten a Esperanza Aguirre y a su nacionalismo centralista: «Quiero un Gobierno para Cataluña que se deje de gilipolleces».