España lleva años inmersa en una farsa teatral disparatada y chabacana. En realidad, nunca ha podido, querido o sabido librarse de ese pestilente tufillo, mezcla entre astracán y naftalina. Quizá después de la Transición el aire fresco ventiló durante algún tiempo los armarios infectados de caspa, vulgaridad y superchería. Pero fue un espejismo; mejor dicho, varias ráfagas de ambientador en espray con olor a labanda.
Desde que José María Aznar, el trilingüe, comenzó a hablar catalán en la intimidad hasta que el molt horonable Artur Mas denunció una persecución tan execrable como la que sufrió Mandela durante el apartheid, este país que unos denominan ‘españaunagrandeylibre’ y otros ‘elestadopresor’ riza, todavía más, el rizo de la astracanada. Sobre todo en los últimos años, cuando la impostura del nacionalismo –periférico y centralista– se ha radicalizado a causa de la ruina económica que nos anega. Como pontifica el sabio refranero castellano, «casa donde no hay harina todo es tremolina».
Y, para colmo, en la recta final de unos simples comicios autonómicos, planteados como un trascendental, único e irrepetible plebiscito identitatio, aparece por el escenario el ‘espadón’ Antonio Tejero, para denunciar ante la Justicia, y el 20-N, al aherrojado ‘Arturo Mas’ por «conspiración y proposición para la sedición». Como un bufón de teatro de feria, el golpista de ‘sesientencoño’, con un lenguaje trasnochado, acusa de «pecadores» y de conspirar en un «contubernio» felón a los taimados catalanes. No obstante, si Franco no era totalitario sino autoritario, a lo mejor Tejero Molina no es golpista sino salvapatrias.