Es levantarse de la cama y ¡zas!, un nuevo escándalo agriándonos el desayuno. Nuestra indignación parece ya inversamente proporcional a nuestra capacidad de asombro. Pero, ¿qué hacen quiénes nos gobiernan para contener la sangría de la corrupción?
Por ahora, muy poco. Entre la clase política, la respuesta generalizada puede sintetizarse en el mantra «Y tú más». Por lo general, el acusado de turno niega la mayor, esparce la porquería por doquier , mientras aguarda que pase el chaparrón y escampe.
Es evidente que no somos Alemania, donde una ministra dimite porque –décadas atrás– plagió su tesis doctoral, ni Japón, país en el que autoridades y directivos se hacen el harakiri político –y, a veces, real– si se descubre que su comportamiento ha sido «inapropiado». Tampoco es casualidad que el Lazarillo de Tormes perpetrara sus truiquiñuelas en nuestra piel de toro y no en Laponia, Alsacia o Renania-Palatinado. No obstante, algo habrá que hacer… y más pronto que tarde.
Además de la tan cacareada Ley de Transparencia, es imprescindible adecuar la ley electoral a las nuevas demandas de la calle, impulsar las listas abiertas y, fundamental, limitar los mandatos de nuestros políticos.
«Cuando finalice mi etapa como alcalde, volveré a mi casa con toda seguridad», había afirmado Miguel Ángel Marín, primer alcalde democrático de Logroño, que falleció el jueves. Con la distancia que proporciona el tiempo, cómo se añora a aquella generación de hombres y mujeres que apostaron por la res publica como servicio al ciudadano y regresaron a sus respectivos trabajos cuando acabó su etapa, en vez de hacer de la política su profesión.