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La mala vida

Ejecución y muerte del “Satanás”

Cuando José entró en la sala donde se le iba a hacer justicia, un poste grueso advertía al reo del cómo, y junto al poste, los hierros del garrote vil. El verdugo, con la frialdad de un profesional curtido, dijo a los carceleros: “Siéntenlo ahí y que no se mueva”.

El cura, erguido cerca del patíbulo, escenificaba lo enseguidita que el reo iba a irse al cielo, con la absolución primero.

La entrada de José en la sala fue con la cabeza gacha, de pronto alzó los ojos, miró a los presentes detenidamente y preguntó: “¿Es que Franco no me ha indultado todavía, es que me van a matar?”

Estábamos todos frente al poste, confirmando sus peores sospechas. José nunca supuso que iba a pagar con la vida por lo que hizo.

Finalmente el reo fue sentado muy formalito, las manos atadas a la espalda, los ojos vendados y el verdugo le aplicó a la garganta el collar de hierro.

Tras del poste, el ajusticiador sostenía la herramienta y esperaba una señal para ejecutar violentamente al reo: “Rápido, un trabajo limpio y breve”, había proclamado muy ufano el sayón y también dijo a Barriobero: “Si te mueves te haré más daño, es mejor que te estés quieto, no sentirás nada: Con esto soy muy rápido”. La ejecución dio comienzo y yo apreté los párpados, José no se movió ni se removió ni se agitó, pero el artilugio de matar hizo un crujido rarísimo, y cuando abrí los ojos ví que el que tenía que estár muerto estaba vivo, y el especialista en matar rápido echaba juramentos por la boca.

–Se ha partido un hilo de la rosca del tornillo. La corbata no hace presión. De prisa, hay que sacar al reo de aquí –dijo.

El representante de la Justicia dio orden de retirar a José de allí y conducirlo a su celda.

Le desataron y entre guardias se marchó un hombre aterrado y absolutamente perplejo. La reparación del garrote vil no fue rápida. Entre los funcionarios de la cárcel no había un herrero y mientras se buscaba una solución, fatal para José, a todos nos subía por el cuello una congoja, un sudor de repeluzno. Uno de los presentes dijo que conocía a un guarnicionero muy hábil que vivía en Marqués de San Nicolás, la calle Mayor de Logroño, y que lo sabría arreglar: fueron a por él.

Había transcurrido más de media hora, estábamos con el ánimo encogido, al principio de la espera todos guardábamos silencio, hasta quebrar luego con una charla tímida el apuro que engendra la muerte. Como en un velatorio, hablábamos bajito, los fumadores fumaban, y nadie quería recordar el motivo que nos hacía esperar allí. En la sala habilitada para la ejecución faltaba el aire, no había espacio, todos esperábamos que al que tenían que matar lo matasen enseguida y podernos ir al aire fresco de la mañana. Era una situación terrible: las leyes dictaban que aquella reunión solo se disolvía con un cadáver bien muerto.

Desgraciadamente para el de Entrena subsanaron la avería y el representante de la Justicia reclamó de nuevo la presencia del preso.

 

Segunda y definitiva ejecución y la muerte

Pero el reo era un animal resabiado y no colaboró en absoluto en esta segunda ocasión. Cuando le traían desde la celda José organizó un tremendo escándalo de gritos y convulsiones (o contorsiones), intentaba patalear y bracear, pero las ligaduras se lo impedían. Iba muy atado y su resistencia la quebraban cuatro policías armados que lo arrastraban al matadero. El cabrero había perdido la contención y daba alaridos, se revelaba al ser obligado a sentarse por segunda vez en la banqueta, al pie del poste, y fue llamado al orden por una de las autoridades allí presentes. Satanás no hizo caso: maldecía, torcía el cuello, miraba al techo y al suelo, se revolvía y juraba a voces: “¡Cagüen sos!”. Le salía el instinto de animal fiero ante la muerte.

Finalmente le volvieron a atar las manos por detrás del poste al que estaba fijado el tornillo del garrote. Era una postura extraña, un abrazo incómodo al madero de su tormento. El cuerpo de Barriobero no colaboraba esta segunda vez en absoluto, la masa de sus músculos en un enervado calambre, las piernas estiradas, el cuello encendido de sangre y tenso como el tronco de un alcornoque. Sólo se oían las palabras en grito de José.

Los funcionarios y los policías iban a lo suyo, a reducirle, a sentarle, a inmovilizarle los brazos, sujetarle el cuello, ponerlo en postura, quitarle la vida lo más rápido, acabar de una vez sin contemplaciones.

Mientras los afamados servidores de la justicia trataban de poner el aparato en condiciones. Barriobero gritaba: “¡Un tiro que me den un tiro, que sufro mucho!”.–Paciencia hijo, ten paciencia… –murmuraba el presbítero.

Y los funcionarios y el verdugo sudando tinta con aquel cuello y aquel tornillo. Varias veces el juez mandó que se detuvieran en sus manipulaciones, y ordenó que no se hiciera sufrir al reo. La escena era insufrible para todos los presentes. El médico, lívido; el verdugo, avergonzado; el cura, cabizbajo

Finalmente la voz de la autoridad se escuchó clara, como una orden militar de asalto. Dijo, ¡Adelante!” –dirigiéndose al verdugo.

Frutos Fuentes Estébanez, el ejecutor de la Justicia, giró con violencia los brazos del tornillo; una vuelta, dos, notó la oposición del cuello, y no dejó escapar ni un grito de José; otro giro, otra vuelta y media vuelta más, y con ésta el cuello se tronchó, y el verdugo mantuvo la presión con gesto feroz…

El médico tenía cogido el antebrazo del infeliz, pero apenas el galeno se decidía a declarar que José había fallecido, éste recuperaba un simulacro de débil pulso. Con unas manos de doncella el doctor se atrevió a alcanzar la arteria carótida, bajo la mandíbula, y con los dedos junto a la cara testificó de nuevo.

–En efecto, ya está muerto –dijo el forense.

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