Hay cosas en la vida a las que aunque no las tengas todos los días en las manos, les asocias unos sentimientos. Una de ellas es el pasaporte. Aunque lo uses poco, mirar las hojas te traslada inmediatamente a aquel mágico lugar en el que hiciste buceo por primera vez o a esta gélida montaña en la que paseaste sobre un glaciar.
Recientemente me ha tocado renovar el mio (por cierto, no recordaba que fuera tan carísimo renovarlo: 25,25 eurazos) y mi mayor preocupación era que me dejaran quedármelo, arrancarle alguna hoja o lo que fuera. Y no hay problema, te cortan una esquinita de la tapa de atrás y te lo quedas para siempre.
A mí me encanta mirar las hojas del mío cuando estoy de espera en algún aeropuerto. Tampoco hay tantos sellos, pero, oye, es el mío y me encanta. Ahora tengo uno nuevo con todas sus hojas en blanco y estoy deseando estrenarlo.