“No sabía que el Centro de la Cultura del Rioja tuviera cuatro plantas», espetó una mujer mientras lo recorría. «Normal, como siempre está cerrado», le contestó otra. Dos frases sencillas, pero de profundo sentido. Un edificio majestuoso, necesario para una ciudad en la que el vino es cultura. Sin embargo es un gigante al que los gobiernos municipales son incapaces de dar sentido. Después de recorrerlo desde sus calados hasta su techumbre no sé qué es más vergonzoso: si gastarse 12 millones de euros para tenerlo cerrado o abrirlo de vez en cuando para pequeños actos y ver cómo 12 millones de euros y un edificio simplemente espectacular carecen de sentido alguno por falta de criterio, dinero o exceso de envidias de quienes lo regentan.
No siento vergüenza por la idea ni por el edificio; la siento por quienes deciden sobre él y exportan una imagen tan pésima a aquellos que se acercan con el mapa en la mano y se dan con la puerta cerrada en las narices. O a quienes descubren su interior y no se explican por qué está cerrado.
Este grupo de políticos ha sido incapaz de haberlo convertido en el epicentro de la cultura vinícola en el último quinquenio. Al menos, está conservado y se pasa la mopa para que el polvo no se acumule. Consuelo mezquino en una ciudad más de palabra que de hechos.