Aquellos de mis improbables lectores que descubrieron recién nacidos que había microondas en la cocina y gozaron desde niños de aparatos en televisión a todo color con mando a distancia creerán que, en lógica consecuencia, esto de comer jamón cuando a uno le venga en gana es una costumbre que también frecuentaron sus mayores. Pues no, amiguitos: hay malas noticias. El suculento bocado nacido del exquisito pernil del cochino ibérico representaba no hace tanto tiempo un viaje por la excelencia gastronómica, puesto que su cotización se medía en un hermoso puñado de pesetas que en mi mocedad escaseaban. De modo que toparse por Logroño y resto del orbe con un bar cuya oferta gastronómica estuviera capitalizada por el jamón suponía una extrema rareza.
Un exotismo, vaya. Viajar por lo tanto hasta la calle Oviedo en busca del Rincón de Pepe equivalía a una peregrinación hasta tierra extraña, donde de repente el explorador tropezaba con un alimento como de dibujos animados. Una fantasía bicolor, blanquirroja como nuestro amado Logroñés. El bar que despachaba aquella mercancía fetén era, curiosamente, de lo más normalito. Era y es, porque todavía sigue allí anclado, un espacio rectangular, con la barra a mano izquierda muriendo a la altura de la cocina, desde donde salían los bocadillos con su prometedor ingrediente desbordando las rebanadas de pan, de modo que alguna loncha amenazaba con irse al suelo. Eran, como se deduce, raciones generosas, según la moda hostelera de aquel entonces (mediados de los 70, más o menos). Quiere decirse en consecuencia que quienes atendían el bar no racionaban sus manjares como es ahora tendencia, porque tenía probablemente en mejor consideración a su clientela: tal vez porque entendía que para llegar hasta la puerta de su local sus parroquianos tenían que cruzar medio Logroño y desdeñar por lo tanto otras invitaciones también muy jugosas. Aunque, cierto, no tanto como la suya: hago memoria y no consigno ningún otro bar de la época cuyo banderín de enganche fuera el jamón.
Hoy, esta imagen en blanco y negro ya no tiene sentido. El embutido estrella del padre cerdo puebla las barras logroñesas y en algunas de ellas es el rey. Son los llamados jamoneros, tipología hostelera que yo juzgo inventada por algún madrileño, puesto que en la capital del Reino rinden antiguo tributo a este producto, que cuenta allí incluso con su propio museo: el Museo del Jamón, en efecto,franquicia de extravagante denominación de cuyo techo cuelgan como estalacticas decenas de patas de cochino gritando cómeme. Sin ir tan lejos, Logroño cuenta también con unos cuantos bares de estas características, donde satisfacer razonablemente nuestra querencia por esta cumbre de la gastronomía española que tanto atrae a los turitas que nos visitan. Y, en efecto, ya sabemos todos que donde esté el de Jabugo o el de Guijuelo, que se quite el de Teruel o el cordobés de Pozoblanco, pero quienes tenemos un paladar no tan exquisito nos conformamos con que el jamón sea honrado y de calidad: no es necesario alcanzar todos los días el cielo.
¿Mis favoritos? Tampoco en esto soy muy original. Me decanto en mis excursiones por la calle Laurel por el Pata Negra, jamonero a quien le nació no hace mucho un hermano pequeño en San Agustín. Otras veces opto por el que sirven en El Soldado de Tudelilla, que a menudo llega acompañado por un chiste de Manolo: hay veces en que incluso tiene gracia. Tanta gracia como el toque de tomate con adorna el pan, un guiño catalán que le otorga encanto. Pero si soy sincero, el que sigo prefiriendo es el del Rincón de Pepe: me gusta tanto que no he vuelto a entrar en el bar desde niño. Supongo que para conservar su sabor en mi memoria.
P.D. Hace poco, instalado en uno de los bares que la franquicia 5 Jotas tiene desplegados por Madrid, asistí a un prodigio: la apertura y corte de un jamón ante mis asombrados ojos. Un momento maravilloso. No porque fuera una escena inédita, sino porque uno no se cansa de verla. Siglos de sabiduría popular se concentran en cada rincón de este manjar, que marida bien con cualquier vino, entra también muy bien con cerveza y me parece que alcanza en Andalucía su excelencia: hasta en la más humilde taberna se sirve con garantías. Y los chistes de los camareros suelen ser mejores que los de Manolo. Dicho sea desde el cariño.