Supongo que por estas fechas en el Ayuntamiento logroñés empiezan a darle al caletre (también llamado magín o cacumen) para acertar con los destinatarios de las insignias que suelen imponerse por San Bernabé entre personas o instituciones que más se hayan comprometido en la defensa y el cariño hacia su ciudad. Viene esta digresión a cuento de que como aquí somos apóstoles del periodismo llamado de servicio, se le ha ocurrido al autor de estas líneas ayudar a sus munícipes y sugerirles que este año piensen para tal reconocimiento en aquellos paisanos que honran nuestra más acendrada tradición: irse de vinos. Irse de vinos cada día desde el comienzo de los tiempos. Son los que llamo incondicionales del Laurel, a quienes considero merecedores de ese detalle del Ayuntamiento y de cuantas otras distinciones ciudadanas se nos ocurran. Eximirles del IBI, por ejemplo.
Porque entre los distintos méritos que adornan sus trayectorias figura en puesto destacado haber contribuido con las generosas y cotidianas donaciones de sus billeteras a sufragar unas cuantas hipotecas a sus camareros de confianza, pagar los estudios de los chavales del dueño del bar de turno y contribuir a la segunda residencia de aquellos privilegiados hosteleros que hayan accedido a ella. No es su única aportación gloriosa y digna de premio: acudiendo día tras día, así en el frío invernal o en las nevadas noches, así cuando llueve a cántaros o abruma el sofocante calor, esta bendita legión de chiquiteadores natos preserva el rito logroñés por excelencia y permite entregar el relevo a las siguientes generaciones. Yo conozco a unas cuantas de estas cuadrillas y cuando me cruzo con sus miembros (con perdón) dan ganas de aplaudir, porque observo que en esta querencia hacia su calle favorita se encierra también un extraordinario cariño hacia su ciudad, que ellos manifiestan mediante la ingesta del vino de la tierra y las golosinas que aguardan en sus barras predilectas.
Antaño yo fui uno de ellos. Recorría esta calle en cualquier condición atmosférica, inasequible al mal tiempo, pero los hábitos que se van adhiriendo con la edad imponen cierto alejamiento de esta ruta, al menos diariamente. Así que yo confieso: siento una punzada de envidia cuando contemplo a las cuadrillas que sí mantienen esta tradición y compruebo además que la tozuda manía de ingresar cada tarde en la Laurel tiene efectos secundarios positivos. Porque algunos de los más conspicuos aficionados a esta costumbre frisan la condición de octogenarios y oiga usted: parecen chavalillos cuando van de ronda en ronda. Me cuenta los hermanos Rubio (Víctor y Eduardo, a quienes tanto debo) que alguna de estas cuadrillas de seniors opera como un reloj: sus integrantes empiezan en El Soldado y van luego enlazando un bar tras otro, siempre los mismos y en el mismo orden, de modo que quien se ha perdido la primera visita ya sabe dónde encontrarlos y reanudar la marcha otra vez prietas las filas. Ahí va la alineación: Gonzalo, Torres, Nicolás y Cengotita (este último causa baja últimamente, cosas de la edad).
También por el Bretón me confirman que cuentan con su propia e inveterada cuadrilla, adicta al mismo rito que ejecutan en parecidos términos. Veo chiquiteadores solitarios que rápidamente encuentran refugio en algún grupo de conocidos para arreglar con ellos el mundo cada tarde entre trago y trago y veo parejas con quienes uno ya compartía la misma calle y la misma afición de chaval que todavía hoy mantienen la fidelidad a Laurel, lo cual me parece que es una manera de honrar a quienes les precedieron en tan civilizado hábito. Por ejemplo, a don Eduardo Gómez, veterana presencia en este blog, adiestrado desde cadete en la certeza de que formar parte de los incondicionales de Laurel es una de las mejores maneras de ser logroñés y en consecuencia de merecer la medalla del Ayuntamiento. Como la que él ya tiene.
P.D. Se ha citado Laurel como epicentro de las andanzas de estas tribus urbanas de chiquiteadores pero a uno le vale cualquier otra calle, porque cualquiera habrá observado que semejante rito se perpetra también por la San Juan, que cuenta con su propia legión de adictos, por los bares de República Argentina y su entorno o por el recorrido que proponen otros locales de cada rincón de la ciudad. Las cuadrillas que nunca fallan merecen desde luego el reconocimiento del Logroño de siempre; espero que también merezcan algún detalle de los establecimientos que frecuentan, porque la economía riojana no se puede permitir el lujo de prescindir de esta aportación diaria al mantenimiento del consumo doméstico y familiar. Porque hoy, irse de vinos en España es una demostración de patriotismo.