Una reciente entrada a propósito de los pubs logroñeses y la conexión de ese universo con la música en vivo me condujo a recordar los tiempos en que uno, además de formar parte de la clientela de tales locales, se movía también en función de un elemento que aparece y desaparece en nuestra vida como parroquianos: la música. Versión en vivo. La música en directo guió allá en la prehistoria algunos de nuestros pasos por los garitos de confianza… que la verdad no eran tantos. La ordenanza municipal veta desde antiguo con tanto celo la posibilidad de acompañar cada trago con nuestros gorgoritos predilectos que son escasos (y heroicos) los bares que se deciden por acompañar su oferta estrictamente hostelera con una banda sonora propia.
De entre todos los bares que en Logroño han sido con más acendrada vocación musiquera, debe reconocerse que el llamado Biribay, de cuya actual encarnación no tengo el gusto, se aúpa al primer puesto. No olvido sus anteriores declinaciones: cuando se llamó La Enagua, por ejemplo, resultaba habitual la programación de los combos locales para amenizar la ingesta y el desparrame subsiguiente, lo cual era también una estupenda manera de galvanizar la máquina registradora gracias a esa misteriosa conexión emocional existente entre escuchar alguna tonada y póngame usted otra copa. Y un modo también fetén de demostrar que el empresario que regenta esa casa tiene su corazoncito: arriesga su pasta para sacar de su letargo a la escena musical logroñesa y aporta su cuota alícuota para que de paso mejore la oferta cultural. Enhorabuena.
Como decía en el párrafo anterior, el Biribay acredita una fama tan consolidada como local de conciertos que se prolonga en el tiempo hasta llegar a la fecha de su fundación, en los lejanos años 70, cuando era incluso complicado llegar hasta esa calle de Logroño cuyo nombre nada nos decía: Fundición. Con el nombre de Pat Garret empezó a funcionar no sólo como bar de copas cuando esta denominación ni siquiera existía, sino como insólito espacio para la música en directo: a sus gestores originales se debe por lo tanto el mérito de dotar al local de un breve escenario, suficiente sin embargo para que el músico de guardia se sitúe encima y amenice la velada.
Un modelo que pocos, muy pocos bares imitaron entonces. Un modelo que siguen hoy muy pocos bares logroñeses. Añada el improbable lector a las dificultades que impone la estricta normativa en materia de espectáculos las dudas propias que plantea a cualquiera empresario ceder su local para los trinos del grupo de moda o el cantautor que viene y agregue de paso la incapacidad material de algunos garitos para encontrar en sus escasos metros cuadrados algún hueco para micros, bafles y demás parafernalia y tendrá en consecuencia completada la fotografía que explica esa ausencia de banda sonora en nuestras vidas como clientes.
Lo cual es una pena. Más allá de que la historiografía del rock reserve ancho espacio para relatar cómo se convirtieron en leyendas aquellos mocosos que se destetaron como músicos en el bar de la esquina, no está nada mal disponer de una jugosa panoplia de garitos donde acodarte mientras ataca el micro el grupo que toque esta semana, aunque luego no llegue a la altura de los Rolling Stones ni de Los del Río. No son tantos en Logroño: la amiga Noemí Iruzubieta, que algo sabe de tragos y de trinos como corrobora su recomendable blog, me dice que según sus cálculos la oferta global resulta más bien escasa: “Hay conciertos cada fin de semana en el Biribay y Single Rock y, de vez en cuando, en el Stereo, Maldeamores, Room de Luxe y en el Menhir” Y más allá de los bares, añade dos salas, la Sum y el Concept.
Eso es (casi) todo, amigos. Salvo que alguien considere que su afición al karaoke merecería integrar esta lista mientras ataca para nuestra desgracia el último hit de Perales.
Pero esa es otra historia.
P.D. Entre los garitos ya periclitados que en Logroño dedicados en algún momento de su trayectoria al nobel arte de la música y sucedáneos, debe anotarse el glorioso local llamado Teorema. Alojado en Calvo Sotelo, donde hoy tiene su sede el bar Magyk, su estética ibicenca imantó a su barra a unos cuantos devotos. Fueron también legión los clientes aficionados a las butacas del fondo, una zona de semipenumbra muy propicia para ciertos menesteres. Entre ellos, no seamos malpensados, la música: alguna vez compareció por allí el cantante de turno, apenas una esporádica presencia. Tan esporádica que tal vez sólo yo y alguna otra calamidad logroñesa lo recuerde.