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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

La barra vacía

Bar en Tormantos. Foto de Justo Rodríguez

Con motivo del 125 aniversario que este periódico cumplió en el 2014, el redactor Pío García y el fotógrafo Justo Rodríguez se lanzaron a recorrer La Rioja. De cabo a rabo. Su viaje replicaba el que años antes habían protagonizado otros dos enviados especiales de esta casa a las entrañas de la región, Roberto Iglesias y Pablo Herce. Una guía de viajes por duplicado hacia el interior del yo colectivo, donde recopilaron esas imágenes que forman parte del humus común. Donde descollaban por un lado la diversidad y por otro, la homogeneidad: hasta en los más apartados rincones se tropezaron con la trilogía formada por los iconos riojanos. A saber, iglesia, frontón y bar.

Ya anotaba entonces el compañero García una pena compartida: el miembro más humilde de ese triunvirato se batía en retirada. El bar, espejo de La Rioja interior en perpetuo combate contra la despoblación, sufre su propio invierno demográfico. Municipios con una veintena larga de barras donde se producía cada día, año tras año, el hermoso milagro de la socialización tienen ahora suficiente con los dedos de una mano para contar los que sobreviven. Que merecen desde luego un homenaje: tiene un mérito mayúsculo defender cada mañana un negocio declinante, contra el que conspiran las modas recientes, tendencias que aparecen de repente y cuando se marchan, han dejado en el puro hueso al sector hostelero y, aún peor, al conjunto del mundano universo que en sus barras se guarecía. Habitantes de esa región desierta que se resignan a ver cómo se desnudan sus bares de confianza hasta que desaparecen, dejando un hueco imposible de rellenar. Un fenómeno clonado a escala en los barrios periféricos de Logroño, cuyos vecinos dicen adiós a ese santuario que es también faro y brújula ciudadana. Donde el parroquiano reclama algo más que un cortado o una copa de vino con su tortilla. Busca en realidad lo que buscamos todos: calor humano. El que se pierde cuando se vacían los pueblos y se vacían los bares.

Vienen estas palabras a cuento de una información reciente, según la cual el sector hostelero en España ha atravesado mejores momentos. Nada que usted, improbable lector, no haya visto con sus propios ojos, más allá de que tanta y tanta apertura, que coloniza sobre todo el centro logroñés, contribuya a forjar una imagen distinta. La crisis, la maldita crisis, se ha llevado por delante en la última década a uno de cada diez bares en La Rioja. La cifra total cayó por debajo del número mágico de 1.500 el año pasado, un dato que no está mal pero que conspira contra el aspecto que presentaba el sector no hace demasiado tiempo. Y que se hace carne en estos hermosos párrafos con que el mencionado Pío García describía ese universo tan caro a todo riojano cuando cruzaba la región: allá va su artículo, apuntalado por esa preciosa imagen de Justo Rodríguez que preside estas líneas. No es la América de Hopper: es un humilde bar de Tormantos.

No hay cosa más triste que un pueblo sin bar. Puede incluso haber gente en la plaza o agricultores labrando las huertas, pero todo se vuelve inhóspito, de una melancolía feroz, cuando llega la hora del vermú o cae la intempestiva noche del invierno y no hay una barra cercana en la que acodarse o una mesa con tapete verde sobre la que jugar una partida. Resulta muy agradable, en cambio, pasear por las calles silenciosas de un villorrio y escuchar a lo lejos el gruñido de la cafetera o el tintineo de las botellas de licor. En un mundo de árboles, riachuelos y pajarillos, estos sonidos tan confortables traen la magia del progreso. Donde hay un bar, hay civilización.

Durante nuestro viaje por La Rioja, el fotógrafo Justo Rodríguez y yo hemos desarrollado un cariño profundo por los bares de los pueblos. Especialmente por aquellos bares que desafían cualquier criterio economicista y que sobreviven con una generosidad de misioneros. Bares como los de Tobía, Foncea, Munilla, Gimileo, Villarta-Quintana, Baños de Rioja, Cordovín, Tormantos, Clavijo, Leiva Bares heroicos, que a veces ocupan salones municipales y que abren (siquiera unas horas) para mantener afanosamente viva una llama que se extingue.

‘La Rioja de cabo a rabo’ comenzó un 18 de noviembre, a las once de la mañana, en la cafetería La Plaza de Aguilar del Río Alhama y finalizó un año después, a las siete de la tarde, en la Sociedad Recreativa El Trillo de Foncea. Durante este periplo hemos visto bares con decoración sesentera y bares que mantienen celosamente su espíritu de madera y hierro; bares con un surtido selvático de pinchos y bares desnudos, de una austeridad conventual; bares que ponen música rock a todo a trapo y bares que prefieren enchufar la película de indios de la ETB Pero siempre fueron lugares propicios para la conversación. Cuando llegábamos a un pueblo y encontrábamos un bar en funcionamiento, sentíamos como si un camino salvador se nos abriera. ¡No hay mejor vivero de anécdotas, de recuerdos, de historias! Óscar, propietario del bar Maruchi, en Laguna de Cameros, incluso buscó a su sobrina María José para que nos subiera en todoterreno a La Peña, el lugar que ofrece las mejores vistas de aquel municipio hermoso y montaraz. Ricardo Nicolás, pelotari y propietario del bar Nico, no solo nos explicó los pormenores de su pueblo, Ribafrecha, sino que nos dio la idea para elaborar una serie fotográfica sobre frontones que tuvo una notable repercusión. Y aún recordamos el día en que, rotos de cansancio, llegamos a Cordovín, subimos las escaleras que conducían al bar El Sindicato, nos sentamos ante una barra de madera, grande y pulida como las de un saloon del oeste, y nos pedimos un kas de limón. Jack Lemon, vestido de vaquero, hablaba en la televisión mientras que de alguna parte, quizá de un ordenador portátil, salían los primeros acordes de La Internacional. Nos quedamos quince minutos estupefactos, callados, secretamente divertidos, felices de estar allí.

También nos sucedía al contrario: sin un bar, de pronto todo se volvía lánguido, mortecino, agónico, difícil.

A lo cual sólo añado una palabra: amén.

P. D. El tono crepuscular de estas líneas se corresponde con la evocadora ensoñación que bombea nuestro espíritu cada final de año. Uno se pone a mirar hacia atrás, un atrás delimitado por la frontera de este mismo año, y contempla horrorizado unas cuantas bajas en este proteico mundo de los bares logroñeses. Bares que no volverán, cuya ausencia no compensa las recientes aperturas o las que se anuncian. Entre ellas, derramo una imaginaria lágrima por la sidrería que el amigo Marino defendía en San Gregorio. Atravesar ahora por su cancelada puerta tiene algo de epitafio. De modo que el alma se espanta y aconseja apresurar la marcha: los pasos se dirigen entonces raudos hacia, por ejemplo, el resucitado Soldado de Tudelilla. Desde donde, reconfortado por las pócimas que despacha la maga Azucena, aprovecho para recordar a un ilustre desaparecido, el compañero Emilio Ramírez que nos dejó hace un año, y teclear aquella frase tan suya, tan riojana, tan logroñesa, que empleaba para felicitar el año nuevo: buena entrada, mejor salida.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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