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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Salvemos las bodeguillas

José Antonio, en su bodeguilla. Foto de Justo Rodríguez

 

No será la primera vez. Espero que tampoco la última, porque eso significaría una mala noticia para cualquier corazón logroñés. Me refiero a que en alguna otra ocasión se ha mencionado en este espacio la querencia de su propietario (servidor de ustedes) hacia el declinante mundo de las bodeguillas, antaño una referencia hostelera de tronío y usía, hogaño una tipología en retroceso: el vino se sirve en botella, el granel se bate en retirada y suenan por lo tanto las trompetas del Apocalipsis. La modernidad era esto. Un relato donde la costumbre de llevar la botella a la bodeguilla de guardia (o la jarra o la garrafa) desde casa para que la rellenaran los dueños del negocio con el vinazo aquel de los carreteros que un día escuché glosar a Camilo José Cela se ha convertido en un hábito tan anticuado como silbar por la calle. Aunque yo lo sigo haciendo. Lo de silbar. Con perdón.

De modo que cuando uno tropieza en su deambular por estas calles con una bodeguilla, derrama inevitablemente una imaginaria lágrima por los alegres días del ayer que ya no volverán. Porque suele tratarse de negocios ya clausurados, que conservan en su fachada el rótulo de aquellos tiempos en que servían sus vinos al por mayor para felicidad de una fiel parroquia, formada por hombretones a quienes recuerdo taciturnos, emboscados tras sus vasos antes de llevarse consigo el vino a casa: catadores natos. Que alguna noche acompañan la trasiega con un bocado retén y castizo, alguna cazuela, el bocadillo de sardinas o una patata asada. No se necesitaba más por entonces. El paraíso estaba a la vuelta de la esquina porque era un edén de pacotilla. Ni huríes ni leche de burra: tintazo y tentetieso.

Un rosario de bodeguillas festoneaba entonces Logroño. Hoy, se cuentan con los dedos de una mano. Paso a menudo por una de las últimas en cerrar, Vinos Néstor: su fachada recuerda los años de gloria, una punzada de nostalgia que te devuelve la imagen de ti mismo como feligrés de estas barras castizas como pocas. Cada cual, cada logroñés, tenía sus referencias de confianza. Yo visitaba una de ellas con frecuencia, al final de la calle Labradores. Fui también más o menos asiduo de Vinos Goyo, en un recodo de Marqués de la Ensenada, y cliente de la bodeguilla del Neira como todo estudiante del Instituto D´Elhuyar: en sus barricas se impartía otra clase de magisterio. Al otro lado de la barra, disponían de sus propios catedráticos.

Añada el improbable lector cuantas cuentas desee a este rosario de dolor: dolor por tanta y tanta desaparición. Aunque contiene también algún misterio gozoso. Porque no sólo sobrevive el Neira recién citado sino que también Vinos Bobadilla, en su doble sede de Santa Isabel y Pérez Galdós, puede presumir de longevidad. Pero, ay, no resisten muchas más. Si no me corrige algún alma caritativa con mejor información y más actualizada, a esa nómina sólo cabe agregar un descubrimiento reciente: El Cache. Un hallazgo. Una epifanía. Un negocio que tiene su sede en la calle Cigüeña, por donde paseo con alguna asiduidad pero al parecer despistado: el negocio lleva abierto desde 1976, tal día como hoy (un 2 de febrero) y sólo ahora reparo en su existencia.

Lo pilota desde 1992 José Antonio, que recogió el relevo de sus progenitores al frente de lo antedicho: una bodeguilla de las de toda la vida, con sus vinos de Alcanadre y Laguardia (a 0,70 y 0,80 el chato de vino, respectivamente) y una suculenta gama de bocados que detalla según su particular calendario. Empezó con el catálogo clásico (sardina con guindilla, anchoas y el sucinto etcétera de rigor) pero ahora, atención, oferta el lunes un jugoso surtido de cazuelitas (callos, asadurilla, sangrecilla), el martes se dedica a la tortilla, el miércoles es el día del colesterol (jamón, oreja, torrezno, lacón) y el jueves, pincho pote todo el día. Los viernes se destina a esa suculenta pareja que forman el boquerón en vinagre y el bacalao en aceite y mientras tanto va desapachando a la parroquia desde el benemérito grifo que riega de vino de Rioja los domicilios del vecindario. ¿Va bien el negocio? “No va mal, no me puedo quejar”, responde. “Aunque bodeguilla como ésta, con vino a granel, creo que es la única de Logroño”.

Curioso. En estos tiempos de globalización bienpensante, donde nacen tantos y tantos bares colones del abierto anteayer y una marea de franquicias y franquiciados amenaza con invadir las barras conspicua, parece llegada la hora de reivindicar el sabor de siempre. Las bodeguillas de nuestras vidas. Las que deberíamos rescatar en caso de Apocalipsis nuclear o de absoluta colonización del temible gastrobar. Así que lo dichos: salvemos las bodeguillas. Porque sería tanto como salvarnos nosotros.

P. D. A este recuento de urgencia de bodeguillas en ejercicio tal vez deba añadir un par de ellas cuya fisonomía en algo las emparentadas con las arriba citadas. Me refiero a las alojadas, una enfrente de otra, en República Argentina. Vinos Murillo y el Bar Gil. Este último, aquí citado en honor a su elogiable contribución al imaginario de los bares logroñeses como último estandarte en la elaboración de zurracapote en cualquier época del año. El segundo, con su propia identidad. Muy acusada. Sus numerosos fans dan cuenta de su estupenda carta de vinos, sus escogidos bocados y su idiosincrasia tan cañí. Tan cañí que se merece una entrada para él solito cualquier día de estos. Por ejemplo, cuando me zampe una de sus riquísimas patatas asadas, gloria del Logroño vintage.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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