Como recuerda una plaquita que alguna vez he visto callejeando por Logroño, también por estas calles caminó una vez el fundador del Opus Dei. Y fue precisamente en esta ciudad donde, según cuenta la leyenda, se despertó su vocación religiosa. Paseaba una mañana por un Logroño nevado cuando observó las huellas de sus propios pasos trazando un itinerario mágico, misterioso. Sus dos piececitos (nuestro hombre era todavía un imberbe) trazaban un leve y doble surco sobre la nieve, dejando el rastro de su paso por este valle de lágrimas. Y ahí quiso ver cuanto el destino le tenía preparado, según una intuición de orden filosófico que también colonizó años adelante mis apuntes de COU: pensadores de la Antigüedad ya nos alertaban en aquellos manuales de la editorial Santillana de nuestra naturaleza trascendente, más allá de la pobre carne mortal que habitamos, simplemente con reflexionar sobre cómo solemos, en efecto, dejar huella por la vida.
Hasta aquí, la digresión, creando (espero) algún suspense entre los improbables lectores. Ahora, a ver cómo caso estas líneas de arriba con la historia que me propongo contar a continuación. Que no tiene que ver ni con el Opus, ni con su fundador. Sí con una manera filosófica de entender la vida: la vida en los bares. Y con otras huellas sobre otra nevada: mi propia epifanía, que ocurrió en otra calle logroñesa, cerca de la escena antes citada. Cuando ingresé de mocete en la Laurel una noche de frío invierno, con la nieve a la altura de la rodilla, pensando si abría algún bar abierto en medio de la ventisca (y lo había, lo había). Y tropecé con las enigmáticas huellas de un carrito, una especie de reguero de migas en forma de ruedas, que me dispuse a seguir, hasta alcanzarlo a la altura del Villa Rica. Aquel carrito contenía un tesoro: una ración de patatas asadas, que el hechicero que las custodiaba puso en mis ateridas manos por un módico precio. Me reconfortó no sólo el estómago. También el alma. Han pasado mil años y sigo sin olvidar aquel momento: cuando esta ciudad erija una placa con ni nombre, lo cual está al caer, sugiero a quienes perpetren tal majadería que la sitúen allí donde este milagro ocurrió. Tampoco hace falta que me dediquen la calle entera.
Guardo desde entonces una lealtad inmarcesible al universo de las patatas asadas, manjar cañí que me tiene entre sus fieles. En mis visitas por la calle Laurel busqué a partir de aquel mágico encuentro al guardián del bendito carro, pero muchas veces se hacía de rogar y no daba con su bocado tan castizo, ese mullido colchón que preparaba nuestras entrañas para la ingesta de aquellos vinazos que nos han convertido en logroñeses de la clase fetén, casi inmortales. Cuando coincidía con nuestro particular héroe, le allegaba raudo los cuartos (magra calderilla: zamparse esas patatas no obligaba a endeudarse), mientras con la otra mano me ofrecía un puñado de sal y un condumio cuya esencia no recuerdo, pero que añadía un toque picante a su mercancía. También muy agradecido para combatir así el frío como el hambre.
De modo que cuando he tenido la ocasión de visitar tierras extrañas, como esos países de habla inglesa que rinden tributo antiguo a la querida patata asada, he sentido que estaba como en casa: apoltronado en algún pub de las islas británicas o en la butaca de algún garito norteamericano, he atacado la humilde patata asada (baked potatoe) cerrando los ojos, a ver si cuando los abría Laurel todavía estaba allí. Y aunque no ocurrió jamás milagro alguno de esta naturaleza, al menos ese viaje imaginario de regreso a Logroño me sirvió para reflexionar sobre cómo era posible que la patata asada no figurase en las cartas de nuestros bares más conspicuos. Ahí tiene usted, amigo camarero, un bocado fácil de elaborar y más sencillo de servir. Que haría las delicias de quienes no lo han conocido en aquel Logroño nevado de mi adolescencia ni de quienes nos han sucedido en la noble disciplina de la trasiega vinatera, que tanto agradece topar con un estómago predispuesto: todo está inventado, pero todo se puede reinventar.
Lo corrobora un bar-de-Logroño-de-toda-la-vida. Vinos Murillo, el local que mantiene vivo el espíritu de ese universo hasta hace nada tan habitual entre nosotros. El bar logroñés por antonomasia, con su carta de vinos escueta pero jugosa, un sentido de la camaradería casi extinguido entre camareros y clientes y una devoción ejemplar hacia esa clase de bocados que alguna vez se han elogiado por aquí: los vinagres. Pinchos que preparan con habilidad sus dueños mientras no dejan de hablar, según tengo observado: he aquí dos profesionales que sí saben hacer dos cosas a la vez, una rareza también en trance de extinción entre nuestras barras más queridas. Y que además ofrecen en invierno esa reparadora golosina: la patata asada. En sus dos versiones: con y sin picante. La mercancía, de sublime sabor, se deposita en las manos de la feligresía con un toque que emocionará a todo periodista: forrada en papel prensa. Algo que no podrá hacer nunca (creo) la prensa digital: envolver las viandas que nos zampamos. Y a gusto del consumidor, el toque de sal y el golpe de pimentón. Una reconfortante ingesta de celebrado éxito de público y crítica: es extraña la tarde, sobre todo los fines de semana, que el bar no presenta uno de esos llenos de no hay billetes.
Lo cual da un poco igual, porque la parroquia (veterana en muchos casos de este lado de la barra) está acostumbrada a este tipo de bares, bulliciosos y festivos, desbordantes de clientela. Y se distribuye por sí misma, según su propia intuición, codazo va y viene pero sin ánimo de hacer daño, por el breve espacio donde se oficia este rito singular: homenajear a la patata asada. Sencillo plato, de raíz autóctona, y tan incorporado a nuestras más ancestrales tradiciones como clientes que engullirlo significa también homenajearnos a nosotros mismos. A los parroquianos que fuimos, los que se resisten a dejar de serlo. Los que podían enamorarse de la calle Laurel para toda su vida si la conocieron una noche de invierno, con la nieve llegando a la altura de las pantorrillas, encontrando a la altura del Villa Rica luz en los bares de siempre. El Donosti, el Sebas, el Ángel o La Simpatía. Que se negaban a cerrar sus puertas en medio de aquella Siberia sobrevenida. Los bares a cuya entrada un surco entre la nieve recordaba que por allí deambulaba el vendedor de patatas asadas, con su carrito. Dejando una huella incandescente en mi memoria, que siempre me sabrá a pimentón. Picante.
P. D. República Argentina emergió hace tiempo como una alternativa a los bares más próximos a la ciudad antigua. Vía principal para las rondas de los logroñeses más veteranos, vecinos en buen número del barrio donde opera como columna vertebral, ejerce ahora mismo como fielato para ingresar en ese dédalo de calles próximas (Gil de Gárate, Somosierra, Menéndez Pelayo y resto de hermanas) donde, en efecto, ha cristalizado otra itinerario fetén y también muy castizo para eso tan logroñés de ir de bares. Que pueden elegir entre el Murillo y el Gil para emprender ese viaje tan suculento. El resto es cosa suya.