Por razones de desempeño profesional, llevo una temporada compartiendo minutos (casi las 24 horas del día) y espacio (el Parlamento de La Rioja) con unos cuantos representantes de la cosa pública regional. Los adorables políticos. Que llevan, como tal vez sepa el improbable lector, desde mayo enfrascados en negociaciones sobre la formación de Gobierno autonómico, sin que de momento hayan dado con la solución al crucigrama. Si hoy aparecen por aquí nuestros queridos representantes es porque observo que algunas de esa maniobras negociadoras se perpetran en el no menos querido universo que es propio de este espacio. Los bares de Logroño. Y me ha llamado la atención que el detonante de la crisis política regional tuviera como escenario el discreto apartado de que dispone el café Moderno.
Allí, en ese rincón que suele pasar desapercibido a ojos de quienes lo visitan, sellaron PSOE y Unidas Podemos (cuando aún lo eran: quiero decir unidas) su pacto. Que iba a ser de Gobierno hasta que una de las firmantes se dio mus. Sus negociaciones se habían por cierto iniciado en otro local, muy llamativo. Un pub. No cualquier pub, entre otras cuestiones porque no quedan tantos ejemplares de esa tipología diseminados por la ciudad. El pub Bogart, una especie de dinosaurio que sobrevive entre nosotros, ahora que esa clase de negocios ha perdido el estatus del que gozó hace alguna década. Paso alguna vez ante su puerta y me sigue llamando poderosamente la atención, hasta el punto de que he pensado en dedicarle algún día una entrada en exclusiva, pero como suele estar cerrado me parece que no procede eso de escribir de oído.
Hace alguna semana, estaba sin embargo abierto. Era ya medianoche, la calle donde se aloja (Gil de Gárate) se encontraba fetén de bullicio en sus terrazas, ese embriagador dinamismo propio de tantas tardes, cuando abrí la puerta y… Allí dentro reinaba una oscuridad intimidante. Un solitario cliente hilaba la hebra con el camarero: ambos miraron hacia la puerta como si les molestara mi irrupción. Pedí disculpas y no llegué a entrar, lo cual pareció hacerles felices. Volvieron a su conversación, indiferentes a mi breve aparición, y yo me marché con las ganas de quedarme un rato con ellos, en esos sofás del fondo que tendrán muchas cosas que contar, cuando solían ser el cálido refugio para las parejitas de la época, a quienes imagino ahora a punto ya de la jubilación. Por algún hostelero cercano me entero de que los responsables del Bogart abren de vez en cuando, a su libre albedrío, de modo que tal vez no vuelva a tener esa suerte de encontrarlo abierto. Pero no desespero. Prometo volver. Y contarlo, claro.
Del Bogart al Moderno, los hábitos de la clase política regional en materia de bares incluyen según tengo observado un local cercano al Legislativo regional: el bar del mismo nombre, el vecino Parlamento. Donde muchas veces se registran debates más animados que los propios del auténtico, porque tal vez sus señorías se sienten ahí, fuera de los focos y ajenas al diario de sesiones, más libres para que aflore su genuino yo. Son frecuentes sus idas y venidas de un Parlamento a otro Parlamento durante los plenos, así como su refugio durante estos días de verano en que su animada y sombreada terraza se erigía como el destino de la forzada convivencia entre diputados de distintos grupos y la tropa periodística. Un poco al estilo de lo que ocurre en cierto establecimiento madrileño (el bar Manolo), próximo al Congreso de los Diputados, donde también esa promiscuidad entre políticos y plumillas suele ser frecuente.
Estos casos recientes de confraternización entre unos y otros me llevaba estos días atrás, mientras hacía guardia en el Parlamento, a pensar sobre la conveniencia de que nuestra clase dirigente se distinguiera por una mayor propensión a la sana costumbre de visitar sus bares favoritos. Cuando suele alegarse que el político tiende a perder el contacto con la calle, yo procuro recordar que eso es el bar por antonomasia: un espacio para la socialización. Donde los administrados pueden ofrecer a su concejal o su consejero su opinión respecto a esto o aquello. Una costumbre que aquí se practica con cuentagotas. Tal vez por esa razón encuentro una rareza eso de tropezarme con alguno de ellos en mis andanzas por los bares de Logroño: como si evitando la cercanía de sus representados, evitaran de paso las collejas que les tienen preparadas. De hecho, sólo he coincidido un par de veces en un bar con el actual presidente, José Ignacio Ceniceros, quien me consta por fuentes que prefieren mantener el anonimato (qué chula esta frase) que tiene la costumbre de visitarlos, incluyendo alguno que cae bien cerca de donde esta casa tiene su sede. Lo cual es mucho en comparación con su antecesor, Pedro Sanz.
También me he encontrado unas cuantas veces en mis rondas (trabajo de campo) con Concha Andreu, por seguir con el hipotético escalafón que apunta hacia el Palacete. Recuerdo una vez, cuando ella empezaba en política regional, verla en el Iturbe atacando el cafelito de media mañana. Y me topé hace poco con el flamante senador Raúl Díaz en el Barrio Bar, caña en ristre. Poco más. Ya entiendo que este recuento es más bien pintoresco, nada científico. Pero siempre me llama la atención la arbitraria conclusión que extraigo: que nuestros políticos frecuentan poco nuestros bares. Al menos, los líderes regionales. Porque si se acerca la lupa a la política más cercana (la municipal), la conclusión es otra muy distinta.
Veamos. Del actual alcalde, Pablo Hermoso de Mendoza, me consta que es un aficionado a este entretenimiento tan logroñés y un aconsejable guía de la oferta gastronómica que distingue a las barras conspicuas. Por su recomendación he conocido no hace tanto una de mis tortillas favoritas: la que despachan en La Concordia, de la calle Murrieta. También su predecesora, Cuca Gamarra, era asidua a este mismo pasatiempo, como podían comprobar sus convecinos cada domingo a la hora del aperitivo cuando la veían en uno de sus bares de referencia, el Victoria de Víctor Pradera. Y del antecesor de la antecesora, qué decir: pocas ciudades pueden presumir de un alcalde como Tomás Santos, poco menos que nacido (criado al menos) en un bar que era más que un bar. El difunto Negresco, aquel llorado icono.
¿Resumen? Que hacer política de bar puede ser un concepto peyorativo, pero yo sostengo lo contrario. Algo menos de moqueta y un poco más de barra ayudarían a nuestros representantes a auscultar el corazón de la ciudadanía. Saber qué callos no deberían pisar jamás. Recordar que habrá un día, tal vez no tan lejano, en que vuelva a forma parte del pueblo llano, se acode en su local favorito y sea uno más entre la clientela. Y que entonces es posible que añore, ya reconvertido en peatón de la historia, compartir cavilaciones con su concejal de turno para, mientras le da la brasa, suministrarle esa información bendita: la cháchara con sus vecinos que tanto ayuda para mantener los pies en el suelo. Y que contribuye al objetivo común: una convivencia mejor. La que garantizaría la buena política de bar.
P.D. Uno de los protagonistas del culebrón veraniego en la política regional (el pacto interruptus de las llamadas fuerzas de la izquierda) sirve para subrayar esta conexión entre bares y cosa pública a través de Kiko Garrido, guardián de las esencias de Podemos, que atiende un local en la calle García Morato. En el rótulo de la entrada puede leerse que nos encontramos (atención) ante una “neotaberna”: algo así como si Manolo hubiera desertado de El Soldado para dejarse crecer la coleta. En ese local se dispensaron unas cuantas ruedas de prensa durante la pasada campaña, tendencia compartida por otras candidaturas. La de , por ejemplo, citó un día a la prensa ante una cafetería de la calle Portales para desayunar. Lo cual completa un atractivo itinerario para quien se quiera dar ese capricho: una ruta por los locales más frecuentados por sus representantes. Es una idea que regalo gratis para estos días de canícula: a cuya vuelta, regresaremos para comprobar cómo sigue Logroño en sus bares. Feliz verano al improbable lector.