Ingenioso artilugio diseñado para la ingesta de vino y otros alcoholes, el porrón ha ido desapareciendo de nuestros bares con la misma contundencia con que antes los dominaba. Repaso en mi memoria alguno de esos bares y la verdad es que están indisolublemente unidos a este caprichoso invento que garantizaba tragos cortos y algunas risas cuando no atinabas y el líquido que contuviera corría gracioso por el pescuezo hacia el escote (tenía más gracia, por lo tanto, si lo empuñaban manos femeninas). Quien menos ducho se mostraba en la práctica contaba con la alternativa de retirar el tapón del chorro grande y beber por allí o verter en un vaso la pócima que lo llenara, provocando entre el resto de la parroquia algún abucheo y nuevas risas. Beber en porrón era por lo tanto divertido y casaba muy bien con el espíritu festivo que se supone debería dominar cada incursión por nuestras barras favoritas.
Entre los porrones que han dominado mi experiencia como parroquiano citaré dos referencias logroñesas. El bar de Cantabria, por supuesto, donde recuerdo que además de la consumición había que abonar un peaje que te era devuelto cuando también tú devolvías el preciado botín: se ve que algún artista optó en su momento por llevarse el porrón a casa. Con la imposición del sistema de canje se procuraba que el manazas de turno tuviera más cuidado de no romperlo y en consecuencia no pudiera trocar luego por efectivo la chapita que nos daban Emiliano (primero) y José Luis (después), cuyo precio he olvidado aunque me suena que era una tarifa intimidante. Vaya, que había que andarse con ojo para no perder la citada chapa ni romper el mentado porrón, cuyo contenido era como la España de entonces: bipolar. O vino con gaseosa o cerveza también con gaseosa: ahí acababan nuestras opciones. Era habitual que la ronda se pagase en función del resultado con que se saldaran las partidas de mus o tute disputadas en las mesas vecinas y era no menos habitual que más que porrón hubiera porrones. Porque los perdedores reclamaban la revancha, pedían otra ronda y… Porrón y cuenta nueva: lo que empezaba como una tranquila mano de naipes se podía convertir en un maratón de órdagos, trago va y trago viene.
Mi otra experiencia porronera favorita se sustanciaba en el viejo Soldado de Tudelilla, en su antiguo emplazamiento de la calle Laurel. En este caso, el porrón venía en formato minimal. Pequeños porroncitos ideados para la consumición individual, despachados a los solitarios clientes que se arracimaban en sus bancos corridos con vistas al tragaluz de la calle Bretón para acompañar la merienda. Eran los mismos porrones, supongo, que servían para arrojar vinagre de vino a las ensaladas, los mismos porrones que luego peregrinaron a la nueva y actual sede de San Agustín, donde también fue común que ejercieran de aceiteras. Recientes disposiciones legales en materia de consumo hostelero han vetado su empleo en esta curiosa función, una nueva muestra de la saña burocrática con el universo de los bares: sospecho que el burócrata de guardia tenía mejores cosas donde ocupar su tiempo. Pero en fin…
Estos pequeños porrones serán probablemente los únicos que hayan conocido las nuevas generaciones de clientes porque eran los empleados para arrojar un golpe de vino blanco al caldo invernal, ese clásico logroñés. Y poco más puede anotarse sobre su actual vigencia, aunque observo que el Wine Fandango ha decretado su reaparición para esparcir entre la clientela novedosos tragos con toque vintage. Es decir, el porrón de toda la vida admitiendo nuevos usos según la pócima con que haya sido rellenado. Lo cual me parece fetén . Tan fetén que fue el detonante de esta entrada, destinada a rememorar los tiempos en que el porrón habitaba entre nosotros con frecuencia indesmayable, sobre todo en épocas como ésta en la que entramos: por San Mateo era habitual que cada bar logroñés presumiera de elaborar el mejor zurracapote y lo pusiera de matute a disposición de sus parroquianos, porrón mediante. Una feliz costumbre que ya está tardando en regresar.
P.D. Se pone uno a escribir sobre porrones y de repente todo conspira para que semejante ocurrencia tenga sentido. Lo prueba esta noticia recién encontrada por la red: la aparición por Madrid de un bar denominado nada menos que El Porrón Canalla, estupendo nombre que merecerá una visita de quien esto firma en cuanto se dé una vuelta por el foro. Así que no parece nada marciana mi idea de que vuelva el porrón si hasta tanto moderno de los Madriles apuesta por su reaparición para servir cerveza y vino (vaya, como el bar de Cantabria hace mil años) o sangría, el zurracapote nacional. Así que servirlo por San Mateo en los bares de Logroño no parece tan descabellado. Y de paso, sirve para felicitar las fiestas a indígenas y forasteros. Justo como hace este blog.