Alguna mañana debía ingresar quien esto escribe en territorio vetado: Ollerías. Ya curioseé cierta vez por sus alrededores, puesto que resulta difícil evitar una calle tan castiza, alojada como está en el corazón de Logroño y sus bares. Tan cercana a la San Juan por ejemplo, calle que ha merecido aquí alguna mención que otra. Fronteriza también con el querido Pachuca, cuyo deteriorado rótulo decora el frontispicio de este blog. Y Ollerías aparecía también de vez en cuando si poníamos en marcha la moviola: unos cuantos veteranos de las barras logroñesas se iniciaron en la profesión en aquellos bares que festoneaban la acera de los impares, porque la otra se limita a ejercer de trasera de los inmuebles de Muro de la Mata. Y no: en esa mano no hay otro bar que la puerta de servicio del ejemplar Tondeluna, más o menos donde antaño estuvo la del Aéreo Club. Enfrente, sólo habita ahora mismo el local llamado In vino veritas, emigrado de la San Juan. No tengo el gusto. Me resisto a ingresar entre sus muros, tal vez como un pueril tributo que rindo a la memoria de aquel Logroño que sí tuvo esta calle entre las más fetén para eso tan nuestro: ir de bares.
Es decir, eso de tomar unos vinos y acompañarlos de algún bocado. Curioso: porque como recuerda el benemérito Eduardo Gómez, Ollerías albergaba pocos bares, pero selectos, y todos ellos homenajeaban a Baco como suelen pero también rendían pleitesía al recetario local. Sus barras despachaban golosinas de alto nivel cuando semejante oferta gastronómica era más bien rara en la hostelería logroñesa. Así se dispara el recuerdo de aquellas gollerías, animado en este desempeño no sólo por el perito Gómez, sino por el memorión Chema Macua, funcionario del Parlamento, que me suele recibir cuando acudo a aburrirme a los plenos espetándome su frase célebre: “A ver cuándo escribes de Ollerías”. Sentencia que suele abrochar con la siguiente exclamación, expresada mientras contenemos la saliva: “¡Ah, aquellos bocatas de oreja de La Chistera!”.
Promesa cumplida, Chema. Aquí estoy recordándome a mí mismo tal y como fui, tal y como fuimos tantos logroñeses de mi quinta, cuando guiados por la mano paterna penetrábamos en aquel universo promisorio. Nuestro favorito era el Paco y sus champis inolvidables (y pioneros). El paseo continuaba a continuación hacia otras cuentas del breve rosario de locales, para saborear nuevas viandas igual de sugestivas. Las cazuelitas del Sergio, por supuesto. Paco, Sergio, La Chistera… y algunos otros locales que me recuerda el señor Gómez, de los que todo lo desconocía: el Turco, por ejemplo, precedente del citado Paco. El Nuevo Choco, El Trece, Mi Tierra… Una serie de bares que desembocaban en el Baden de la Travesía, por donde se abandonaba la calle hacia la San Juan aledaña, un paseo que yo también hago ahora alguna tarde: para recordarme a mí mismo de nuevo. Para recordar la calle que no se borra uno de la memoria, por un par de razones.
La primera, amable. Cariñosa: en un piso de esa calle vendía huevos por docenas una pareja de simpáticos ancianos a quien recurríamos en casa cuando se desabastecía el hogar familiar y había que echar a correr si queríamos cenar tortilla. Uno regresaba con el preciado botín, acompañado también por el inolvidable sabor de las mejores rosquillas que usted habrá probado nunca: puesto que en esa casa se rompían los huevos entre trajín y trajín igualmente por docenas, jamás faltaba por lo tanto materia prima para elaborar ese delicioso dulce de sartén. Y contengo de nuevo la saliva.
Pero el segundo fogonazo que dispara la memoria cuando alguien me menciona la calle Ollerías me borra la sonrisa de la cara. Es un recuerdo cruel. Aquel criminal atentado de ETA, con sus tres víctimas mortales y otro herido que salvó la vida de milagro. Fotos en blanco y negro de aquella barbarie, la ciudad azotada por el terror, el funeral en La Redonda desbordante de tensión. La calle Ollerías. A eso también me sabe Ollerías, qué le vamos a hacer.
Aunque tal vez si alguna bondadosa mano municipal ideara un siglo de éstos algún plan para reactivar la mortecina calle, casi moribunda a pesar de su paradójica vecindad con El Espolón, yo también me haría un favor a mí mismo y volvería sobre mis pasos sin nostalgia. Sólo para recordar al niño que fui y olvidar de paso aquel espanto, pero sobre todo para concederle una oportunidad a esa calle memorable como pocas para quien se destetó en las rondas por los bares de confianza pastoreado por sus mayores, iniciándose en el rito finisecular del pincho, la tapa, la banderilla y la cazuelita, por aquella memorable tríada de bares: Paco, La Chistera, Sergio…
Y también para que cuando me encuentre de nuevo con Chema Macua, mientras intento esquivar como puedo el sopor que domina tantas sesiones parlamentarias, pueda contestarle que sí: que ya he escrito sobre Ollerías. Y que ya estamos en paz.
En todos los sentidos. También contra el terrorismo etarra.
P.D. Me cuentan quienes deambulan a diario por la calle San Juan, entre comunes lamentos por el mejorable aspecto que ofrece Ollerías, que la calle ha sido colonizada por ese hito tan logroñés: el merendedro, que ocupa varias bajeras. Lo cual me devuelve también a la infancia, porque cierto condiscípulo de los Maristas celebraba en uno de esos locales su cumpleaños: su familia poseía allí un almacén, que se empleaba para fiestas infantiles en la etapa anterior a la invención del célebre chiquipark. Por ahí recuerda Eduardo Gómez que caía la trasera del bar El Tercio, alojado en la calle San Juan, cuyo excusado hacía frontera con Ollerías, de manera que algún gracioso solía gastar a quienes allí se aliviaban la siguiente broma: aprovechaba que el cliente del lavabo se encontraba apoltronado en la taza para tirar de la cisterna de improsivo, con gran estrépito de risas y ofendidas quejas del agraviado. Porque hasta para esas cosas tenía gracia Ollerías.