Se ha establecido un consenso en torno al alcance, dimensión y significado de la masiva movilización y lucha de las mujeres plasmada en todo el mundo el pasado ocho de marzo. En principio, y siguiendo ese consenso, estaríamos ante un movimiento casi tectónico, por su fuerza, justicia moral y transversalidad, que va a transformar nuestras sociedades, configurándose estas de forma igualitaria, zanjando así las principales desigualdades que existen entre hombres y mujeres, y que no solo abarcan reivindicaciones de carácter económico, sino injusticias más graves como son la violencia que sufren las mujeres o la discriminación arraigada y “tolerada” en nuestra cultura, de la mujer por ser mujer. Comparto ese consenso.
Puede que este movimiento sea el último de todos los que occidente ha protagonizado en la historia de la humanidad. Pero desde luego será el más revolucionario y el que más impacto genere en lo que será el legado del siglo XXI para la evolución de nuestras sociedades. Y también puede que, tras la lucha social de los movimientos obreros, la lucha feminista, enraizada de alguna forma con esta, se constituya como la gran causa de la mayoría. Si acaba resultando así, como creo, será la misión, y nuevo papel, de la socialdemocracia. Sumarse y servir a esta causa.
Tras la segunda guerra mundial, el conocido como pacto entre capital y trabajo permitió generar unas condiciones de progreso y bienestar como nunca antes se habían dado en la historia. Pero no surgió de la nada, sino que fueron los movimientos socialistas, sindicatos y partidos, quienes abanderaron una causa mayoritaria convirtiéndola en la principal razón de ser de su existencia, en su misión.
Paradójicamente, el éxito, parcial y nunca absoluto, de la socialdemocracia se convirtió en una de las causas de su declive (irrelevancia en algunos casos), además del avance del neoliberalismo, los cambios en las estructuras laborales y sociales, como consecuencia de la revolución tecnológica e informacional, y la gran crisis y recesión económica, que “obligó” a incumplir a la mayoría de los partidos socialdemócratas con sus postulados y programas electorales.
Desde entonces, el populismo primero y el nacionalismo después, ocuparon la parte central de la escena (nueva política se ha llamado), y compartida después con figuras liberales, más conservadoras que progresistas, asentadas en personalidades como Trudeau o Macron. Y entonces, la gran causa de la mayoría en el siglo XXI ha hecho despertar a la historia.
La causa de la igualdad es la causa del socialismo democrático, el fundamento de su origen como ideología y como estructura organizativa en partidos políticos y sindicatos. Los partidos, que operan en espacios estatales sobre todo, deben tener un proyecto de país, pero además una causa que los distinga del resto de alternativas y un programa concreto para asegurar su desarrollo, su triunfo. La lucha por la igualdad de la mujer, el feminismo, tiene en la socialdemocracia a su mejor socia y plataforma para conseguir lo que se llama igualdad real.
Es más, la archidiscutida renovación de la socialdemocracia es su adaptación pendiente para que la trasformación social de clase evolucione (recuperando a la vez bienestar y protección) hacia la transformación social por la igualdad. La igualdad entre clases, aquel remover los obstáculos que impiden la igualdad en las sociedades, debe perseguir la demolición de los obstáculos que marginan a las mujeres condenándolas a sufrir desigualdad crónica, aunque las sociedades avancen.
No le hace falta nada a la causa feminista para organizarse y triunfar. A las pruebas me remito. Pero la socialdemocracia, que solo existe por y para la igualdad, debe hacer de esta causa su misión en el siglo XXI. Todo lo construido en el siglo XX no ha sido suficiente. Puede reivindicar la socialdemocracia su legado. Desde luego. Pero, sobre todo, debe reclamar su utilidad en el futuro.