La televisión es el concepto pero el televisor es el objeto, el aparato, el mueble, la caja. Narciso Ibáñez Serrador, Chicho, trabajaba para el televisor. Era, sobre todo, un genio del televisor. La televisión ya estaba inventada, pero él fue uno de los inventores del televisor. De la cosa. Cuando el televisor era nuestro único juguete y nos encerrábamos con él. Chicho conocía perfectamente el efecto de su caja, que fue siempre todo menos tonta; frente al (tonto) meme que afirma lo contrario. El televisor es una caja lista, listísima, por tipos como Chicho, que fue un adelantado en percatarse de la nueva cercanía física que establecía el artefacto con la ficción, con el show, a diferencia de la pantalla del cine, que con ser más grande, estaba, sin embargo, más alta y más distante, inalcanzable. Quizá por eso no la frecuentó tanto. Una inmediatez inédita la del televisor, que era una versión de la ilusión de proximidad que consiguiera en su momento la radio, o sea, el aparato de radio. De hecho, al televisor se le prestaba al principio –me refiero el primer televisor de casa, cuando, como se solía decir y era literal, que la televisión ‘entró en nuestras vidas’- una forma de atención similar a la que se le había prestado antes al mueble de la radio: orden en corro y haciendo converger la mirada de la unidad familiar hacia un mismo punto. Podría decirse, incluso, que la radio se veía (ese dial traslúcido que sintonizaba el mundo de extremo a extremo de su ventana) y que el televisor se escuchaba, como un teatro radiofónico. Chicho sabía que el televisor redimensionaba el salón de estar y a todo lo que habitaba en su interior. Con Chicho vimos su pantalla, su caja, como ya luego nunca la hemos vuelto a ver. Me refiero físicamente, con una tensión y una excitación irrecuperables. Y tampoco nunca después el televisor nos ha vuelto a mirar igual a nosotros. Ni ha logrado ser tan interactivo (Chicho fue interactivo antes que de que existiera la televisión interactiva). Porque ése era el asunto, el clic: que era la caja, que era Chicho el que manejaba el mando a distancia (con anterioridad a la existencia de los mandos a distancia). Que cada vez que se abría la rendija de la puerta de sus Historias, con aquel gozne sin engrasar desde los tiempos de Edgar Allan Poe, era para mirarnos a nosotros en el salón, y no a la inversa. Y funcionaba, porque cuando al final de La zarpa (1966) –aún se me pone la piel de una gallina de cinco años- los nudillos de la mano del sobrino muerto llamaban a la puerta, volvíamos la cabeza hacia la puerta de nuestro salón. O competíamos con los concursantes del Un, dos tres, a todos los efectos; sintiéndonos parte, invitados reales. Y nos íbamos a la cama como si de verdad nos hubiera tocado el apartamento; o desconsolados –un desconsuelo indescriptible- si nos habían dado calabazas. Nosotros, en fin, no podíamos sino estar ‘pegados’ al televisor. Cuyo resplandor nos tatuaba los dos rombos en la cara. Y nos mantenía sin pestañear. Hablo –como antes sucedió con la radio, a la que también se estuvo pegado- de un hilo, de una fruición, de una intimidad, de un encajonamiento, de un asombro. Como para no dormir. No era simplemente ver la televisión. Chicho fabularía esto en El televisor (1974), una de sus Historias digamos post, en la que puso a su propio padre pegado, casi literalmente, a un aparato de televisión, de los primeros en color (otro concepto de televisión); un televisor que acabaría encerrado a su vez en una caja de cartón con un orificio, por el que no tanto era don Enrique el que veía la pantalla –como creía él- sino la pantalla la que miraba a don Enrique. Hasta la tragedia final. Y un padre, Narciso Ibáñez Menta, que también lo había sido todo en los televisores argentinos de los años sesenta. No criticaba Chicho en El televisor la televisión sino que expresaba el pálpito de que se iniciaba una nueva era en su concepto y tecnología; una era en la que la cuestión de la verdad de las imágenes constituiría el drama. En este sentido, una secuencia clave de El televisor era cuando don Enrique se arrodillaba, piadoso, delante del flamante aparato mientras se retransmitía la misa dominical, absolutamente convencido de que la misa le ‘valía’, sin necesidad de asistir a la iglesia. Y como la misa, el televisor empezaba a hacer ‘valer’ todo en nuestras vidas, de una forma vicaria, sin necesidad de acudir a la realidad, al exterior. Hablo en pasado de Chicho, aunque afortunadamente está muy vivo y anoche, sin ir más lejos, le dieron un Goya honorífico. De todas maneras, una falsa necrológica, incluso autonecrológica, hubiera sido motivo de cualquiera de sus irónicas presentaciones. Maestro.