Jean-Luc Godard, surfista de cada nueva ola audiovisual, sostiene una perspicaz teoría sobre los orígenes del invento: que el famoso 28 de diciembre de 1895 –día del debut del cinematógrafo- no se inventó el cine, sino que se inventó… la taquilla. Es decir: pagar por ver (actualmente, modalidad pay per view). Lo que sólo por aproximación seguimos llamando a fecha de hoy ‘cine’, se ha venido comprendiendo entre dos ‘ventanas’: la de la taquilla –cuando había taquillas, con formato de ventanuco, tras las que veíamos el primer plano del rostro de la taquillera, el plano con el que comenzaban todas las sesiones- y la pantalla, que convendremos en que tiene mucho de ventana al mundo exterior y aún más a los mundos interiores. No en vano, Hitchcock acudió a la ventana (indiscreta) como inmejorable metáfora de la pantalla y de cuanto en ella sucede, o creemos los espectadores que sucede. La ventana de la vieja taquilla tenía siempre un mismo tamaño, pequeño, tipo portillo, la anchura justa para pagar y recoger el resguardo de haber satisfecho el pago, la entrada, vaya; pero la de la pantalla, amplia por definición, ha ido transformando su cuadro y magnitud, desde el primitivo formato cuadrado hasta la dimensión panorámica, cuyas variantes rivalizaron en gigantismo desde el principio. Sobre todo cuando los padres americanos y sus hijos adolescentes prefirieron –los primeros quedarse a contemplar su primera televisión y los segundos coger su primer coche e ir a magrearse en el asiento de atrás mientras escuchaban a Chuck Berry- antes que volver a una sala de cine. El propio Hitchcock, un autor de la profunda razón del cine, llegaría también a trabajar para la televisión; a la vez que el almacén de medio de siglo películas iría abasteciendo la ‘parrilla’ –nunca mejor dicho- de las cadenas; donde las imágenes cinematográficas perdieron color y tamaño, y pasaron a ser los fragmentos que se veían entre anuncios, como todo en la televisión comercial. Era como jibarizar las piezas del Museo del Prado e insertarlas en los huecos de una gran valla publicitaria. Y sin embargo, se produce una especie de paradoja del espectador, o de la visión, o de la ilusión. Porque ver cine es un fenómeno de readaptación cerebral y óptica. De entrada, se fundamenta en que no podemos ver por separados dos estímulos visuales que nos impacten en menos de una veinteava parte de segundo; por eso los fotogramas, que discurren ante nuestros ojos a una veinticuatroava parte de segundo, se nos van amontonando, y de resultas creemos apreciar un movimiento consecutivo de las figuras y de las cosas (las moscas no pueden, por eso mismo, ver cine, porque son capaces de retener imágenes separadas por una doscientosava parte de segundo). Y luego: no nos cuesta nada adaptarnos al tamaño de la pantalla que tengamos delante: pasados unos minutos no concebimos ninguna mayor, ni distinta. Algunas de mis primeras impresiones cinematográficas, indelebles, son las de haber descubierto King-Kong, La mujer pantera o Murieron con las botas puestas en una Telefunken. Centenares de películas claves las conocí en su emisión televisiva antes que en un cine (donde acabaría ‘viéndolas’). La ventana indiscreta, desde luego, y casi todo Hitchcock. Y es que sucede que la verdadera pantalla la tenemos en la corteza occipital. Pero esto tampoco debe conducirnos al autoengaño. Ni como espectadores, ni como consumidores. Primero: las nuevas ventanas para el cine, sus nuevas plataformas de distribución y visionado –caso Netflix, caso Roma, etc…-, lejos de pensar que han reinventado el cine, sólo han reinventado… la taquilla. En cuanto a la otra ventana, la pantalla –con haberse habilitado en los últimos tiempos megamultipantallas-, hay que reconocer, es verdad, que su mayor revolución se ha desplazado al cuarto de estar (y ver), al home cinema, dotado de pantallas de mayor tamaño y calidad que algunos mini-cines. Pero segundo, y por no minimizar (también) la cuestión de fondo, de moral visual, soslayada, cuando no despreciada, por los nuevos ventanistas y taquilleros –en festivales y otros cónclaves- como un recelo culturalista, como un atavismo: frente a sus pretensiones de que demos por ‘vista’, no sé, un Lawrence de Arabia, en la pantalla de un móvil, o de una tablet, o de un ordenador, o incluso de una televisión, por muchas pulgadas que tenga, hay que replicar que siempre será contra natura: como ver Las meninas en un cromo, o en un póster, o escuchar la sinfonía de Los mil de Mahler en un transistor. Lo que no hay duda es que seguiremos pagando por ver pero no podemos estar seguro de haber visto, al menos tal y como lo desplegó materialmente su imaginación original.