Prefiero quedarme con la imagen, este viernes noche, de una niña que le entrega un premio a Peter Brook. Una niña princesa que acaba de conocer a un anciano de noventa y cuatro años que lo sabe todo sobre los reyes y sobre las reinas; incluso aquello que los reyes y las reinas no sabían de ellos mismos; que ha analizado y representado sus destinos; reyes niños algunos de ellos, infantes, infantas, vástagos, líneas sucesorias. A un anciano que tiene más años que sus abuelos eméritos y que, hoy por hoy, es Shakespeare. Algo que el propio Shakespeare no desmentiría. Un Shakespeare contemporáneo y en activo, que ha viajado para que una princesa le entregue un premio con su membrete: Premio Princesa de Asturias. Pienso también en lo que Brook pensará cuando asiste a la infancia de esta princesa, con nombre de esposa de rey, Leonor. Una princesa heredera a la que mira un Shakespeare de ojos claros, de ojos con un siglo impreso en sus pupilas. Que habrá entendido muy bien el colofón que la princesa ha pronunciado en su idioma. Prefiero quedarme, este viernes, con este encuentro entre una princesa en edad de la ESO y un sabio de la vida, que convirtió el espacio vacío en el gran teatro del mundo: una alfombra en un reino, un taburete en un trono, un cacerola en una corona, un palo en un cetro, cinco cómicos en un ejército, el silencio en un batalla. Un autor, Brook, que ha alimentado siempre la ‘musa de fuego’ que es la creación (Enrique V, coro inicial) para poner en escena la tragicomedia de nuestras existencias, con voces y pieles de todas las razas y condiciones sociales. Un actor desconocido africano, prácticamente no un actor, podía ser el Rey Lear. Un hombre, Brook, último Shakespeare, que ha conocido las guerras, revoluciones y tribulaciones del siglo XX, también sus esplendores, y que a través de todo ello ha iluminado el almacén dramatúrgico universal. Una niña de trece años a la que de momento alguien le ha escrito el papel, pero que algún día tendrá que escribirlo ella misma y ser protagonista de su propia vida, ha cruzado la mirada con quien, a las alturas de la suya, conoce prácticamente todos los papeles que puso en el dramatis personae el autor de este auto sacramental en el que seguimos actuando. Pero la niña también miraba y compartía escenario con mujeres, como la que ella será, expertas en el mundo y en la realidad, del presente y del futuro, expertas en el esfuerzo, crecidas en las dificultades y el riesgo. Del contacto ocular con ellas a tan tierna edad debería quedarle una huella. Alguien debe explicarle a la niña doña Leonor que ha premiado a dos mujeres que son sabias de la naturaleza de las plantas, de su razón de ser y de la medida en que esta ciencia mirará por la supervivencia del medio ambiente y de la especie, Joinne Chory y Sandra Myrna Díaz. La princesa debe saber que tendrá que ser una más de las jóvenes que luchen por eso, en cabeza de esa lucha. Porque si no, entre otras cosas, un día, no quedarán bosques en su verde reino. La princesa se percataría de que Joinne, por cierto, sufre Parkinson. La enfermedad: algo inconcebible todavía para la infanta. Que ha premiado a una genio de la nieve, a una campeona de la velocidad helada, de la superación, Lyndssey Vonn. Que ha premiado a la alcaldesa de Gdansk, Aleksandra Dulkiewicz, empeñada en defender su ciudad de la xenofobia y de los extremismos pujantes. Debe saber pronto la princesa que esto plaga el mundo en el que le ha tocado vivir. Y que ha premiado a una extraordinaria escritora, Siri Hustvedt, una luchadora fundamental, además, por el feminismo. La princesa debe aprenderlo todo sobre esta causa, desde ya. Y también debe aprender más cosas de Siri: de su alegría, por ejemplo (aún me emociona cada vez que la veo con el pliego, saludando abrazada a la platea del Campoamor). Y lo que no sepa, ¡que se lo pregunte a Siri!, como hacemos todos. Prefiero quedarme, con esta imagen, ya digo, en otra noche de aquelarre en Cataluña, que me produce vómito por el cúmulo de mentira, falacia, peligro e irresponsabilidad; todo ello calculado. Y en la que el mosaico de la pantalla de la televisión muestra en streaming ventanas a lugares del globo donde las tragedias no se inventaron para que entre los hijos de la burguesía acomodada y la internacional del disturbio, acabaran quemando contenedores de basura en medio de un botellón gigantesco, de un festival de selfies y superhéroes estelados y de un tsunami de mierda, que ahoga, efectivamente, cualquier idea; sino para comer o sobrevivir: Turquia, Siria. No hay musa de fuego, como quería Shakespeare, en todo esto de Cataluña, sólo una algarada entre paramilitar y postadolescente, prevista y subvencionada. No tienen perdón de Dios. Aún peor, no tendrían perdón de Shakespeare.