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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

La cocina fantástica

Capítulo I: «La Rubia se para en un kiosko y compra tabaco», anotó el agente. Ni Chandler, ni Hammett, ni Cain, sino uno de los 7 agentes K que al modo de los “cadáveres exquisitos” ha compuesto la novela del “caso Kitchen”. O sea, el “caso Cocina”. Un caso en 7K; es decir: con una calidad del copón. Para que se hagan una idea: los cines digitales proyectan máximo en 4K. Es tanta la resolución y la lluvia de píxeles en este “caso” que ni existe oficialmente. De hecho, el destino de la información que contenía, con la cocina del asunto, era su evaporización inmediata, a cargo de unos fondos reservados, también inexistentes, oficialmente. Será entonces que se trata sólo de un “Tenet”, a lo Christopher Nolan. Un expediente en el que los datos e indicios, multiplicados por 7 K, al final se reabsorben o se mueven al revés, o en palíndromo. Rajoy, preguntado por el caso, lo despacha con una de sus evasivas neutralizantes, muy Nolan: «No me haga preguntas porque no las voy a escuchar y así usted no podrá decir que no le he respondido» (sic). Lo que Rajoy no escucha no existe, no tiene lugar, no se ha producido. Salvo alguna cosa. Rajoy se ocupa no sólo del registro de la propiedad, sino del de la realidad. Esta novela del “Kitchen”, desclasificada por entregas, está muy por encima de los estándares habituales de la ficción española. Hay nivelazo. La nota citada del agente con la que arranca el relato se inscribe en el canon del género. Cualquier policíaco del repertorio mayor comienza también con una femme fatale, rubia en muchos “casos”, que compra tabaco en un kiosko. Y a partir de aquí, en el “Kitchen”, el agente kafkiano de turno, el K de servicio, completará la triangulación, que se lleva tanto ahora en las comisarías de las series: el kiosko es, en concreto, el de la Calle Goya. Luego la Rubia dirigirá sus pasos a un Parking de la calle Conde la Cruz. Más tarde, un secundario, con nickname de el Moro, «entra solo en el portal de la Rubia. No lleva nada en las manos». Y a continuación, otro secundario, un chófer, le entrega unos papeles a la Rubia, «que extrae de una bolsa de deporte de color negro». Y al final ella desaparece en un Ford Ranchera. La dama se esconde, que titularía Hitchcock. Pero el chófer, que va adquiriendo protagonismo, tiene la frase que acaba convirtiendo la novela en una del subgénero de los “monederos falsos”. La pieza clave es el bolso de la Rubia. «Era el bolso de una señora, no lo tenía fuera; metí la mano y eso no se debe hacer, porque los bolsos de las mujeres, en su desorden, ellas lo entienden» (sic). El “Kitchen” es –así reabsorbido– la historia de un tipo cuyo error capital es meter la mano en el desorden ordenado de un bolso fatale. En un territorio que no entiende, modelo Halcón Maltés, con una bella señorita Ruth Wonderly, aquí Rosario. Tendremos al final al Moro vagando por Madrid, inseguro y «mirando hacia todas partes constantemente». Raya en el policíaco metafísico. El “Kitchen” se parece mucho, en definitiva, a la construcción de una novela: también es un no caso, tiene su cocina, surge de un fondo reservado y sólo la desclasificas si la lees. Pero todo esto del “Kitchen”, como en las historias de Nolan, tiene una inversa o un reverso, al que te precipitas, o se despliega solo, o te traga. Quiero decir que el “Kitchen” puede andar, según se mire, por las alturas de la novela negra, o por las bajuras del tintorro y la escombrera. Tu tienes una historia con un elenco ­–y es el “caso”– formado por la Rubia, el Moro, el Gitano, el Machaca, el Asturiano, el Largo, el Tonto Polla, el Choco y el Gordo y ya puedes montar, sin que te falte una figura, La taberna fantástica de Alfonso Sastre, con el Badila, el Caco, el Carburo, el Machuna, el Chuli, el Hojalatero, el Estañador, el Ciego de las Ventas y Paco el de la sangre. No el mismo argumento, pero sí la atmosfera bajuna y quinqui. Toda la acción de la pieza, por cierto, transcurría en la taberna… de Luis, pegada a un vertedero de basuras.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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