Capítulo I: «La Rubia se para en un kiosko y compra tabaco», anotó el agente. Ni Chandler, ni Hammett, ni Cain, sino uno de los 7 agentes K que al modo de los “cadáveres exquisitos” ha compuesto la novela del “caso Kitchen”. O sea, el “caso Cocina”. Un caso en 7K; es decir: con una calidad del copón. Para que se hagan una idea: los cines digitales proyectan máximo en 4K. Es tanta la resolución y la lluvia de píxeles en este “caso” que ni existe oficialmente. De hecho, el destino de la información que contenía, con la cocina del asunto, era su evaporización inmediata, a cargo de unos fondos reservados, también inexistentes, oficialmente. Será entonces que se trata sólo de un “Tenet”, a lo Christopher Nolan. Un expediente en el que los datos e indicios, multiplicados por 7 K, al final se reabsorben o se mueven al revés, o en palíndromo. Rajoy, preguntado por el caso, lo despacha con una de sus evasivas neutralizantes, muy Nolan: «No me haga preguntas porque no las voy a escuchar y así usted no podrá decir que no le he respondido» (sic). Lo que Rajoy no escucha no existe, no tiene lugar, no se ha producido. Salvo alguna cosa. Rajoy se ocupa no sólo del registro de la propiedad, sino del de la realidad. Esta novela del “Kitchen”, desclasificada por entregas, está muy por encima de los estándares habituales de la ficción española. Hay nivelazo. La nota citada del agente con la que arranca el relato se inscribe en el canon del género. Cualquier policíaco del repertorio mayor comienza también con una femme fatale, rubia en muchos “casos”, que compra tabaco en un kiosko. Y a partir de aquí, en el “Kitchen”, el agente kafkiano de turno, el K de servicio, completará la triangulación, que se lleva tanto ahora en las comisarías de las series: el kiosko es, en concreto, el de la Calle Goya. Luego la Rubia dirigirá sus pasos a un Parking de la calle Conde la Cruz. Más tarde, un secundario, con nickname de el Moro, «entra solo en el portal de la Rubia. No lleva nada en las manos». Y a continuación, otro secundario, un chófer, le entrega unos papeles a la Rubia, «que extrae de una bolsa de deporte de color negro». Y al final ella desaparece en un Ford Ranchera. La dama se esconde, que titularía Hitchcock. Pero el chófer, que va adquiriendo protagonismo, tiene la frase que acaba convirtiendo la novela en una del subgénero de los “monederos falsos”. La pieza clave es el bolso de la Rubia. «Era el bolso de una señora, no lo tenía fuera; metí la mano y eso no se debe hacer, porque los bolsos de las mujeres, en su desorden, ellas lo entienden» (sic). El “Kitchen” es –así reabsorbido– la historia de un tipo cuyo error capital es meter la mano en el desorden ordenado de un bolso fatale. En un territorio que no entiende, modelo Halcón Maltés, con una bella señorita Ruth Wonderly, aquí Rosario. Tendremos al final al Moro vagando por Madrid, inseguro y «mirando hacia todas partes constantemente». Raya en el policíaco metafísico. El “Kitchen” se parece mucho, en definitiva, a la construcción de una novela: también es un no caso, tiene su cocina, surge de un fondo reservado y sólo la desclasificas si la lees. Pero todo esto del “Kitchen”, como en las historias de Nolan, tiene una inversa o un reverso, al que te precipitas, o se despliega solo, o te traga. Quiero decir que el “Kitchen” puede andar, según se mire, por las alturas de la novela negra, o por las bajuras del tintorro y la escombrera. Tu tienes una historia con un elenco –y es el “caso”– formado por la Rubia, el Moro, el Gitano, el Machaca, el Asturiano, el Largo, el Tonto Polla, el Choco y el Gordo y ya puedes montar, sin que te falte una figura, La taberna fantástica de Alfonso Sastre, con el Badila, el Caco, el Carburo, el Machuna, el Chuli, el Hojalatero, el Estañador, el Ciego de las Ventas y Paco el de la sangre. No el mismo argumento, pero sí la atmosfera bajuna y quinqui. Toda la acción de la pieza, por cierto, transcurría en la taberna… de Luis, pegada a un vertedero de basuras.