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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Carlos Saura, con mil ojos

En la Sala Amós Salvador expone un gigante de la mirada. Y a la vez un niño, intimidado por los ojos misteriosos de Bela Lugosi. Es la historia de un niño iniciado en el recámara de las imágenes ­–su impresión, su tamaño, su progenie– por una temprana conversación ocular con los fantasmas del Salón-Cine de su colegio, en Huesca, a principios de los cuarenta. Y por los collages de recortes de revistas que armaba su padre, y por los dibujos de su hermano mayor, Antonio. El niño vivía en el interior de un álbum. Fantomático. Un día vio Los ojos misteriosos de Londres, que comenzaba con los ojos de Lugosi inoculando al espectador. En La prima Angélica, remedaría aquella fantasmagoría de ojos cegados en un trasunto del paisaje de desguace en que la Guerra Civil sumió a España. En la radio de la familia de la película se escuchaba la entrada de los requetés en Logroño (esto lo había escuchado Azcona, co-guionista, con sus propios ojos). El caso es que el niño decidiría hacer de su vida su propio álbum. Logroño: me viene un recuerdo sauriano. En el verano anterior a la pandemia, en París –siempre le ha quedado París a Saura–, se reponía la “Trilogía flamenca”. Siempre hay un Saura o varios en París. Las reposiciones –o los estrenos de inéditos– constituyen la mejor parte en el estío cinematográfico de París, una felicidad; los ojos del cinéfilo no dan abasto. Y la trilogía se proyectaba en el cine Reflet Médicis, uno de los más prestigiosos Cine-Estudios del Latino, en la Rue Champolion. El Reflet se había construido sobre el viejo Teatro de los Noctámbulos y está pared con pared con el también mítico Champo, el cine que fuera habitual refugio del joven Truffaut. Todos permanecen cerrados a fecha de hoy, en un apagón sin precedentes. En una ceguera distópica en París. Incluso misteriosa, como la de los ciegos del Londres de Lugosi. Saura, en cambio, no para de generar imágenes en su casa de la Sierra madrileña, dibujos y fotos, pintadas, retocadas, digitales, ‘saurias’. Pues una tarde de aquel verano, fuimos mi mujer y yo al Reflet a ver una comedia italiana de los cincuenta que no conocíamos. Entramos, era pronto y estaba acabando en una de las salas el programa de Saura. Esperamos. Y de pronto, hasta el hall del Reflet nos llegó la voz ¡de Pepe Blanco!, cantando “Mi sombrero”. Bodas de sangre, recuérdese, acababa con Pepe Blanco cantando, en un ángulo del espacio de espejos que dispuso Saura y ante el ojo de la cámara de Teo Escamilla, “Mi sombrero”. En una interpretación estatuaria, sacramental. Algo nos atravesó y empezamos también nosotros a cantar la canción, allí mismo, al lado de la máquina de café. Nos salió. Era como una llamada, una contraseña, no sé. La taquillera, asombrada, se volvió a mirarnos, y le dijimos, como para excusarnos, que el que cantaba era de nuestro pueblo, prácticamente de la calle de mi mujer, y que la canción nos la sabíamos de memoria. Y que estábamos en casa, vaya. No sonrió y se giró. Los ojos de mi primera juventud como espectador también se habían ensanchado gracias –entre otras– a las películas de Saura. Para ya no cerrarse. Quiero decir: para reabrirse continuamente en mi memoria o en el sueño. En el retorno de los planos más misteriosos, los de sus películas y aquellos otros que perviven en la morada interior del cinéfilo en que yo me veía mutando. El cine de las sábanas blancas (la primera sábana es la pantalla). El cartel de la Exposición es el propio Saura, un autorretrato al borde de una cama, precisamente, frente a un tríptico de espejos. Despojado, en albornoz, como antes o después del sueño. Por este orden, vi primero La caza, en un cursillo, en Peñaranda, qué cosas. Ves La caza, en el blanco y negro de las fotografías que se exponen en la Amós, una escala de grises documental, ambiental, goyesca, y te detonan los ojos. Luego Cría Cuervos y Elisa vida mía en el Astoria, y La madriguera en el Diana, las tres con mi tía María Luisa, mi salvoconducto frente al portero y testigo ocular de mi fascinación.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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