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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Hospitalidad

Decía el lunes Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco, que «Los libros son parte de la salud». El suyo, desde luego lo es. Pues demuestra, no sólo en las noticias que atesora sino también en la voz que lo hila, cómo la literatura es una segunda piel, un bálsamo, una vegetación y una transfusión. Su propio libro –y quien lo ha leído, lo sabe– produce este efecto. A más de un amigo o amiga, me consta, le hizo soportable el confinamiento duro. Sí, eso: un buen libro –por supuesto, el de Irene– supone una suerte de confinamiento, por las cualidades de la inmersión: material en la imprenta de sus páginas y letras; virtual en el espacio y tiempo de su fábula, en los avatares de sus personajes, en el mundo que levanta. Recuerdo al bombero Montag de Fahrenheit 451, película, deslizando su dedo índice por la primera página del primer capítulo de David Copperfield, el titulado “Nazco”, y deletreando, como quien está a la vez aprendiendo a leer, como un niño: «Si soy el héroe de mi propia vida o si otro cualquier me reemplazará, lo dirán estas paginas». La pregunta esencial para nacer a la literatura y a la vida. Y recuerdo que la página se trasparentaba como un vitela al trasluz, como la hoja del junco que originará el papiro y sobre la que Irene fundamenta su infinito. Leer, por ejemplo, en el espacio de una cama, en la que durante semanas retuvo al niño o a la niña una enfermedad, una hepatitis o unas fiebres, ha sido la causa de muchas vocaciones literarias posteriores. De lector y de escritor. Muchos escritores y escritoras deben su dedicación a la literatura al encamamiento febril con decenas de libros, en los días (y noches) de la infancia. Y aún después. Ramón Irigoyen solía distinguir, cuando nos recomendaba libros (¡y cómo le sigo agradeciendo algunas de sus recomendaciones!), unos cuantos que eran ideales para «un proceso post-operatorio». Y ahí entraban novelas con un número de paginas de dos ceros, como poco. Paradójicamente, la enfermedad, el ingreso domiciliario u hospitalario, te provee de un tiempo inesperado. Existe una literatura ­­–al igual que un cine– de “las sábanas blancas”. Y de las “batas blancas”, que acompaña en la enfermedad, de una forma literalmente hospitalaria. Pues te acoge como un hogar ambulante, como una tienda de campaña. Y te tiene conectado con el río de la vida. Y te receta un tiempo extra, un suero de historias que la rutina, retacada y estresante, te expropia. A mí ya me pasó una vez, en los años noventa, que una neumonía me tuvo en el Provincial varias semanas. Leí, recuerdo, entre otras lecturas, La novena puerta, de Pérez Reverte, precisamente por su misterio entorno a los libros, y Pasión de Drácula, de Juan José Plans, ensayo sobre la peli y la novela (se la había provocado a Stoker su terror a las agujas medicas; Stoker, por cierto, fue uno de esos niños enfermos). Aunque lo que más recuerdo, en el apartado ‘bibliográfico de aquel ingreso, fue un fantástico malentendido. Una tarde se asomó el vecino de la habitación contigua y me preguntó: «Te gustan las novelas». Le respondí que sí, y le enseñé las que tenía sobre la mesilla. Y entonces, añadió si podía pasar a mi habitación a ver el episodio de… Cristal, que se le había roto la televisión en la suya. ‘Novela’ era sinónimo de ‘tele-novela’. El otro día pasé unas horas en el hall del San Pedro, mientras esperaba. Leyendo, claro. Cuando me cansé de leer entré en su quiosco-librería-tienda, por curiosidad. Supongo que habrá quien como yo entonces, pedirá que le suban libros, como se suben flores u otros obsequios. Junto a best-sellers estaban también Así habló Zaratrusta, hasta cuatro o cinco ediciones distintas de El principito (será por algo: ¿se lee mucho El principito en los hospitales?) y hasta Guerra y Paz de Tolstoi: ideal para un post-operatorio. ¡Ah bueno, claro! En el sexto planeta que visitaba el principito, diez veces más grande que cualquier otro, habitaba un anciano, geógrafo, que escribía libros enormes; y al fin y al cabo Exupéry le dedicó el suyo a cierta persona mayor que era capaz hasta de comprender los libros para niños. Salud y literatura.

 

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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