Constituye un espectáculo inaudito ver competir a la televisión con el cine lento. Ése en el que se suele decir se ve crecer la hierba. Tarkovsky es una entrega de Fast and Furious comparado con la colada reptil de la lava del Cumbre vieja. Una masa informe como sacada de alguna película de ciencia-ficción de los 50. Un blob de serie ‘B’ amalgamado con serrín y carbúnculos pintados; de la misma materia con la que se fabricaban las arenas movedizas de los páramos de Estudio. Y los sueños. Porque la lentitud de la lengua de fuego del volcán palmero es de una lentitud onírica. En los sueños nunca avanzas cuando corres, o avanzas muy poco, sin ganar realmente terreno. Igualmente, la lava de este volcán evoluciona al ritmo de esa ausencia de velocidad, alcanzando con los días cotas de ralentización progresivas, que la van retrayendo de su puerto final, el mar; destino que le adjudicaban ingenuamente los informativos en su primer jornada eruptiva, cuando se calculaba, a ojo de buen vulcanólogo, que el cauce de su colada desembocaría en el mar no más tarde de los telediarios de las nueve, como noticia de apertura, como gran titular: por gentileza de los informativos de las cadenas de televisión, aquí tienen ustedes al volcán de La Palma hirviendo en la orilla, con su traca y fumarolas. Pero el derrame volcánico no llegó a la cita de ese día, ni a las ediciones de los informativos de los días siguientes. Y así, si el volcán no va a Piqueras, Griso o Franganillo, estos han tenido que ir al volcán. Los metros por hora se van reduciendo hasta llegar a una especie de quietud tan voraz como hipnótica. De hecho, es como si el volcán se resistiera a dar ese espectáculo final de desahogo en el océano, en el horario estrella previsto por las parrillas –nunca mejor dicho– de las cadenas, y fuera frenando y consumiéndose en minutos interminables, al modo de una plaga extraña. Sin conclusión. Con razón afirmaba un anciano del lugar –en frase genial para no olvidar, apta para otras catástrofes– que la isla se encontraba a una página de entrar en la Biblia. En la lava, diríase que arde el propio tiempo. Una zarza bíblica. O como la definiera Ingrid Bergman en su diario de rodaje de Strómboli, película y volcán a cuya personalidad se asocia estos días el Cumbre vieja: «un labio ensangrentado». Y efectivamente se parecen, aunque a la naturaleza de la lentitud de aquel subsuelo volcánico, de aquella Terra di Dio, como la subtituló Rossellini (estaba también la isla de Strómboli, por tanto, a una página de la Biblia), se añadía la combustión a fuego lento del prejuicio y del acoso a los amantes. El tiempo, en fin, se quema así, ya lo estamos viendo, sin parar de ver, como un manto incandescente y desbocado. Te desaloja. Sin dar tregua para salvar los muebles. Hasta que acabas de dejar toda tu vida atrás. No sabes cuánto atrás, en el espacio y en en el tiempo. Por primera vez en el audiovisual generalista la lentitud es el tema. Las televisiones han movilizado a enviados especiales para retransmitir un fenómeno de retardo creciente, que se inicia con una eclosión, sí, prometedora, que da show, pero que luego se cronifica en una secuencia de días y de noches a cámara lenta. Que será al final sólo noche porque la cenizas la impondrán. Es como intentar retransmitir el interior de una caldera. No hay precedente, que yo recuerde, de esta narración televisada del avance de lo informe, algo que desborda una descripción vulcanológica. La lógica de esta lava, sobre todo en pantalla, es otra. Antes podría desembocar en el salón de casa que en el mar. En una serie de varias temporadas compuesta sobre (casi) un plano fijo. Y al paso de esta colada de tiempo rusiente, se carboniza lo edificado por el hombre en la órbita de su cráter, las haciendas. Que pasaran a formar parte de una capa geológica engrosada por vehículos, piscinas, viñedos, plataneros, habitaciones y discos duros. Y el presente se convierte en una civilización perdida. Es la tierra.